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LGBT, Inclusión, lenguaje

El lenguaje políticamente correcto no es un simple ejercicio cosmético del lenguaje. Tampoco, un instrumento de control de minorías que se ofenden “por todo y por nada”. | Tristan Billet, Unsplash

Estar siempre atentos a lo que otra persona dice, solo para corregir, muestra limitaciones en la capacidad de escucha. Poner cuidado con la finalidad de encontrar la oportunidad de expresar nuestra postura “política y moralmente superior” no permite un entendimiento de diferentes realidades.

Estar siempre atentos a lo que otra persona dice, solo para corregir, muestra limitaciones en la capacidad de escucha. Poner cuidado con la finalidad de encontrar la oportunidad de expresar nuestra postura “política y moralmente superior” no permite un entendimiento de diferentes realidades.

Tener un hijo marico es como tener un hijo bobo, uno no quiere, pero como mamá uno tiene que quererlo”. Con esta frase terminó la primera conversación sobre orientaciones sexuales diversas que tuve con mi madre. Ella, una mujer negra caribeña de 60 años, me explicó, con esto, el debate interno que puede traer consigo la maternidad. La tensión entre el prejuicio y el amor por los hijos. Esta frase pone de presente las complejidades de lo políticamente correcto. Los retos que nos impone esta pretensión de integrar un lenguaje sensible a las diversas identidades, en nuestras realidades más cercanas.

El lenguaje políticamente correcto es una tendencia que surge a finales del siglo pasado y que coincide con el reconocimiento de derechos de minorías raciales y LGBT. A diferencia de lo que con frecuencia se plantea, no es un simple ejercicio cosmético del lenguaje. Tampoco, un instrumento de control de minorías que se ofenden “por todo y por nada”. Se trata de una práctica que evidencia imaginarios negativos en el lenguaje y que tienen un efecto material en la vida de ciertas personas.

Sin embargo, en el afán de rechazo de estas expresiones deshumanizantes, algunos sectores de los movimientos sociales hemos caído en la hipervigilancia del lenguaje. Uno de los efectos ha sido una fuerte resistencia por parte de grupos sociales privilegiados y no privilegiados.

Tratando de realizar un ejercicio autoreflexivo, creo que la excesiva corrección ha traído dos consecuencias indeseables. Por un lado, estar siempre atentos a lo que otra persona dice, solo para corregir, muestra limitaciones en la capacidad de escucha. Poner cuidado con la finalidad de encontrar la oportunidad de expresar nuestra postura “política y moralmente superior” no permite un entendimiento de diferentes realidades. Lo que también va acotando nuestra radiografía de la sociedad.

El otro efecto es la capacidad reducida de influir en opiniones de personas cercanas. Como si se tratara de una suerte de desconexión con la experiencia de nuestras mamás, los primos, la muchachada del barrio. Con frecuencia tiramos la toalla, simplemente tildando a una persona de machista o racista. Aunque es imperativo seguir rechazando expresiones discriminatorias, es necesario ser más estratégicos en cómo lo hacemos. A veces nos toca escuchar y entender desde donde habla la otra persona. Solo así podremos tender puentes y generar un verdadero cambio cultural.

Devolviéndonos a la primera frase de mi madre, puedo afirmar que no es homofóbica, ni discafóbica. Claro que su repertorio de expresiones “incorrectas” no se agota allí, aunque cada vez son mucho menos. Con ella he aprendido a diferenciar que una cosa es la expresión y otra la intención. También, que ese proceso de hacer el lenguaje cotidiano más sensible es lento, pero se logra. Y, sobre todo, que es mucho más efectivo corregir desde la empatía que desde la superioridad moral y política.

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