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EN EGIPTO HAY UNA CANCIÓN TRAdicional que termina con estas palabras: “por fortuna tenemos al Islam”.

EN EGIPTO HAY UNA CANCIÓN TRAdicional que termina con estas palabras: “por fortuna tenemos al Islam”.

EN EGIPTO HAY UNA CANCIÓN TRAdicional que termina con estas palabras: “por fortuna tenemos al Islam”.

En las manifestaciones que tuvieron lugar esta semana en El Cairo, algunos jóvenes entonaban esta misma canción, pero con una ligera modificación. En lugar de decir “por fortuna tenemos al Islam”, cantaban, “por fortuna tenemos a Túnez”, en alusión a la llamada Revolución de los Jazmines, que a finales de enero derrocó al presidente Ben Alí. Me parece que esta anécdota dice mucho de la encrucijada que vive hoy Egipto; un país enfrentado a la necesidad de tener que escoger entre tres posibles modelos de régimen político: el actual (autoritario e inepto), una revolución islámica (totalitaria y belicosa) y una democracia liberal (esperanzadora y desconocida).

Esta encrucijada se entiende mejor cuando se compara lo que ocurre hoy en Egipto con lo sucedido en Irán en 1978. En aquel año la población iraní salió en masa a protestar contra el régimen de Reza Pahlevi (el famoso shah de Irán), apoyado de manera incondicional (igual que Mubarak) por los Estados Unidos. Entre agosto y septiembre las huelgas paralizaron el país y ocasionaron el exilio del monarca. En enero del año siguiente ingresó, ovacionado por millones, el no menos tristemente célebre ayatollah Khomeini. En febrero colapsó la monarquía y en abril tuvo lugar un referendo popular que dio lugar a la instauración de la actual revolución islámica.

Por supuesto que hay grandes diferencias entre ambos casos: Egipto es un país árabe, mientras que Irán es un país persa; Egipto está en el Medio Oriente; Irán, en cambio, está en Asia; además, la población egipcia es más heterogénea y diversa que la iraní. Pero sobre todo hay una gran diferencia temporal: hace treinta años no había internet, ni Twitter y los jóvenes que salían a protestar no estaban comunicados con el mundo, como lo están hoy en día.

No obstante, el sentimiento religioso, el odio por Israel y la desconfianza frente al mundo occidental (tres factores determinantes en todos los cambios políticos que ocurren en estos dos países) siguen estando tan presentes como hace treinta años. Es verdad que desde la llegada al poder de Gamal Abdel Nasser (1956) el ejército egipcio ha logrado neutralizar a los fundamentalistas islámicos. Pero éstos nunca han desaparecido, ni han dejado de contar con la simpatía de una buena parte de la población, la misma que considera indigna la paz firmada con Israel y la pleitesía del gobierno egipcio frente a los Estados Unidos.

El hecho es que la posibilidad del triunfo de la revolución islámica en Egipto (pronosticada esta semana por el gobierno de Teherán) no parece imposible, sobre todo si se tiene en cuenta el reciente triunfo de Hassan Nasrallah, líder del partido Hezbollah en Líbano (un país relativamente liberal) y uno de los promotores más populares del odio musulmán contra Israel y contra los Estados Unidos.

Esta encrucijada pone de presente, una vez más, el lento e inevitable fracaso de la política estadounidense en el Medio Oriente. Su alianza con gobernantes autoritarios (como Mubarak y el shah) y su incapacidad para doblegar el lobby judío más radical en Washington, no sólo han dificultado el desarrollo de la democracia en la región, sino que han terminado por revivir la guerra santa, algo que la humanidad creía terminado desde mediados del siglo XVI.

Es una lástima que la mayoría de los gobiernos de los Estados Unidos nunca hayan tomado en serio a Martin Luther King cuando dijo: “Aquellos que hacen imposible la revolución pacífica, hacen inevitable la revolución violenta”.

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