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Venezuela

Contra lo que proclama Maduro y un sector de la izquierda internacional, son los pobres quienes han puesto el pecho y los muertos en las movilizaciones convocadas por Guaidó desde el 21 de enero. | Rayner Peña, EFE

Las valientes movilizaciones de los venezolanos son la fuente de presión que puede inclinar la balanza hacia una transición democrática. Una transición desde abajo y desde Venezuela, con el apoyo diplomático internacional y sin los riesgos anacrónicos de una intervención militar.

Las valientes movilizaciones de los venezolanos son la fuente de presión que puede inclinar la balanza hacia una transición democrática. Una transición desde abajo y desde Venezuela, con el apoyo diplomático internacional y sin los riesgos anacrónicos de una intervención militar.

Muchos medios, analistas y líderes políticos siguen hablando de Venezuela como si estuviéramos en la Guerra Fría. Como si la situación venezolana fuera un ajedrez entre Maduro, Guaidó, Trump, Putin, Xi Jinping, la Unión Europea y los gobiernos del Grupo de Lima. Quienes ven la crisis así, desde arriba, piensan que las únicas fuentes de presión para una transición democrática son la diplomacia o la amenaza de una intervención militar.

Esta visión anacrónica pierde de vista dos rasgos singulares de lo que pasa en Venezuela. Lo primero es que hay una presión desde abajo, encarnada en la movilización de cientos de miles de venezolanos en tres ciclos de protesta contra el gobierno (2014, 2017 y 2019). Si bien las más numerosas fueron las de 2017, las protestas actuales son significativas porque incluyen antiguos cuadros del chavismo y, sobre todo, porque son lideradas por los sectores populares que Maduro se ufanaba de tener como base social. Contra lo que proclama Maduro y un sector de la izquierda internacional, son los pobres quienes han puesto el pecho y los muertos en las movilizaciones convocadas por Guaidó desde el 21 de enero. Solo en la primera semana de movilizaciones fueron asesinados 43 protestantes, todos en sectores populares, incluyendo ocho que fueron perseguidos y ajusticiados en sus casas por comandos especiales de la policía y colectivos paramilitares al servicio del gobierno.

Lo cual nos lleva al otro punto ciego del relato que domina el cubrimiento sobre Venezuela. Como escribió el politólogo Javier Corrales, en dictaduras del siglo XXI como la venezolana, no hay monopolio sino “oligopolio de la fuerza”. En 2017, los militares reprimieron las protestas y juzgaron a quienes participaban en ellas mediante ilegales tribunales castrenses. Ante las deserciones masivas y las fisuras en la Guardia Nacional, hoy son los comandos de la policía (las Fuerzas de Acciones Especiales) y los colectivos paramilitares bolivarianos quienes se encargan de la represión. El resultado es muy distinto a la situación típica de las dictaduras del siglo XX. Esta guerra caliente involucra no sólo gobernantes o cúpulas militares como en la Guerra Fría, sino protestantes pacíficos (incluyendo las antiguas bases chavistas) que mueren a manos de grupos de choque enmascarados, entrenados para aplicar violencia letal en las barriadas, no para controlar marchas callejeras.

 


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Los actores de esta guerra caliente son parte del problema y de la solución a la crisis. Parte del problema porque, contra lo que piensa la derecha internacional, las fisuras en las fuerzas armadas no son suficientes para que haya transición a la democracia, porque los comandos especiales y colectivos obedecen a otros líderes y otra lógica.

Por el contrario, las valientes movilizaciones de los venezolanos son la fuente de presión que puede inclinar la balanza hacia una transición democrática. Una transición desde abajo y desde Venezuela, con el apoyo diplomático internacional y sin los riesgos anacrónicos de una intervención militar.

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