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El ministro de Defensa Luis Carlos Villegas dijo el martes pasado que las “bacrim” se convirtieron en pequeñas organizaciones criminales que, si bien tienen capacidad de intimidación, no son paramilitares, sino criminalidad pura y simple.

El ministro de Defensa Luis Carlos Villegas dijo el martes pasado que las “bacrim” se convirtieron en pequeñas organizaciones criminales que, si bien tienen capacidad de intimidación, no son paramilitares, sino criminalidad pura y simple.

El ministro insiste en la distinción entre grupos paramilitares y
criminalidad ordinaria, como dando a entender que lidiar con esta última
es una amenaza mucho menor que tener que lidiar con un grupo que quiere
suplantar al Estado e imponer un orden social.

¿Realmente es
menor la amenaza? Es probable que sea menor, pero no mucho menor; entre
otras cosas porque de las bacrim a los paras hay un paso. Dice Villegas
que hay tres bacrim grandes, unas 39 de tamaño mediano y unas 400
conformadas por entre seis y diez miembros. La sola presencia de estas
bandas, esparcidas por casi la mitad del país, con miles de integrantes y
de apoyos ubicados en redes de corrupción, con capacidad para
neutralizar al Estado y amedrentar a la población, es algo que debería
ser visto como un asunto de enorme gravedad. No hay que olvidar que lo
más temible de esta criminalidad es su capacidad para camuflarse, para
cooptar a la clase política regional y capturar las instituciones del
Estado de tal manera que todo parezca normal.

En mi columna de la semana pasada
decía yo que en Colombia se ha impuesto una tradición política que
supone que la fuente de las mayores injusticias es el despotismo y que
esa tradición nos ha hecho olvidar que la falta de un Estado eficiente y
legítimo, capaz de hacer respetar los derechos de la gente, es una
ignominia parecida. En ambos casos (por exceso o por defecto de
autoridad) las personas quedan a merced del déspota de turno.

Pero
hay algo más. La falta de eficacia engendra la falta de legitimidad. La
gente le pierde el respeto a un Estado que no es capaz de hacer cumplir
la ley y hacer respetar los derechos. Por eso, puestos a escoger entre
un Estado legítimo pero ineficaz y un Estado ilegítimo pero eficaz,
mucha gente pobre, sobre todo en los barrios populares y en los pueblos
apartados del país, opta por lo segundo (o se convierte en desplazado).
Ellos saben que en el desorden y en la falta de autoridad también se
originan graves injusticias. Por eso es que el país está inundado de
sitios en donde la gente humilde se acomoda (los ricos casi siempre se
las arreglan) a los actores armados que ofrecen orden, casi con
independencia de quiénes son, de la ideología que profesan y de los
métodos que utilizan.

Muchos militantes de izquierda en Colombia
suelen desconocer el hecho, a veces terrible, de que el anhelo de orden
en la gente del pueblo es tan grande como el anhelo de justicia. Eso
explica que el expresidente Uribe, a pesar de la manera atrabiliaria
como gobernó este país, siga teniendo tanta ascendencia en los estratos
bajos de la población.

A lo que conduce todo esto es a mostrar que
cuando se trata de fortalecer al Estado hay que tener en cuenta que el
orden y la legitimidad deben ir de la mano (no a la manera retórica de
la “seguridad democrática”) y que un régimen despótico, con orden y sin
legitimidad, es algo tan indeseable como un régimen anómico, con
legitimidad y sin orden.

Así las cosas, en la periferia del país y
también en centros urbanos tenemos que superar la situación actual de
un Estado legítimo pero ineficaz; un Estado que, por engendrar pequeños
tiranos que se valen del desorden, termina perdiendo su legitimidad.
Pero también hay que evitar la tentación, que se ve venir con la
candidatura presidencial del procurador Ordóñez, de un orden eficaz pero
autoritario; un orden que, por engendrar el despotismo, terminará
perdiendo su eficacia.

De interés: 

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