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El miércoles pasado salí de Bogotá en carro hacia Nocaima, un pueblo en el occidente de Cundinamarca.

El miércoles pasado salí de Bogotá en carro hacia Nocaima, un pueblo en el occidente de Cundinamarca.

Antes de llegar a El  Rosal, en plena Sabana de Bogotá, una patrulla de policía me detuvo junto con seis conductores más. El agente me pidió los documentos del carro y les dijo a los seis restantes que siguieran su camino. Usted va a recibir un comparendo por exceso de velocidad, me dijo el agente. Está bien, le dije yo, pero ¿por qué a los otros seis, que venían a la misma velocidad que yo, no los multa? Porque la cámara solo toma una foto, al azar, y en ella quedó su carro, me respondió el agente.

Al seguir mi camino me puse a observar, con mirada sociológica, los avisos de velocidad. Pude ver entonces cómo, en esa nueva vía de doble calzada (La ruta del sol), en perfecto estado, con poco tráfico y sin curvas, la velocidad a la que yo venía (unos 100 kilómetros por hora) era más o menos la velocidad promedio de los automóviles. De hecho aquí en Colombia, en este tipo de vías, conducimos más despacio que los gringos o que los europeos. Allá el límite de velocidad oscila entre 110 y 120 km/h; aquí es 80. El resultado de esa diferencia es, claro, que allá casi todos cumplen la norma mientras que aquí casi todos la violamos.

Después de El Rosal, cuando la doble calzada se interna en la montaña, los avisos ya no marcan 80, como en la Sabana, sino que fluctúan entre 20 y 50. Pero yo diría que el 80% del trayecto está marcado con 30; sí señor, leyó bien, 30 kilómetros por hora en una autopista de doble calzada. Ni siquiera las tractomulas van a esa velocidad. Nadie va tan despacio, entre otras cosas porque corre el peligro de ser atropellado por los que vienen detrás. En otros países multan a la gente cuando va demasiado despacio.

Pero eso no es lo peor. Los límites de velocidad no parecen obedecer a ningún criterio. A veces pasan de 40 a 20, sin que uno sepa por qué. Un ejemplo. Al entrar a La Vega hay dos avisos, uno redondo y pequeño (el convencional) que indica 30. Sin embargo 40 metros más adelante hay uno enorme, alto y en la mitad de la vía que dice “perímetro urbano 40”. Cuando uno sale del pueblo hay otro que dice 30, pero medio kilómetro después hay uno que indica 50, y 100 metros más adelante la doble calzada se convierte en una sola vía a causa de un daño que lleva casi dos años en reparación, de tal manera que el conductor que observa el 50 debe inmediatamente reducir su velocidad a 10. Cuando uno deja la autopista y sube al pueblo de Nocaima, por una carretera vieja y estrecha, el límite de velocidad sigue siendo 30.

No es la primera vez que escribo sobre la arbitrariedad de las reglas de tránsito en las carreteras. He publicado por lo menos tres columnas sobre la sinrazón de la doble línea amarilla en carreteras en donde el tráfico pesado y el liviano viajan juntos. En ese caso (como en este) la ley exige un comportamiento demasiado exigente que lo único que consigue es propiciar la trampa de los conductores y fomentar la corrupción de la Policía. 

La ley de tránsito funciona con la lógica ingenua del punitivismo penal. Cree que bajando los límites de velocidad a cifras absurdas (y peligrosas) la gente va a conducir más despacio. No es así. Yo por lo menos no lo hago: simplemente espero que la ruleta de la mala fortuna caiga sobre mí un par de veces por año y pago la multa. Ya lo tengo incluido en mi contabilidad.

La Policía debería entender que los costos que está pagando en términos de pérdida de legitimidad por causa de estas normas arbitrarias, hechas por legisladores que no tienen ni idea de sociología legislativa, valen infinitamente más que lo que consiguen multando a la gente.

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