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Columna Mauricio García España

El desafecto que tenemos los latinoamericanos por la madre patria se puede explicar, sin duda, ¿pero acaso es un sentimiento justificado? No lo creo. | EFE

«No solo el pasado colonial ha alimentado nuestro desamor por España. También lo ha hecho el pasado franquista», dice nuestro cofundador e investigador Mauricio García en su columna de El Espectador.

«No solo el pasado colonial ha alimentado nuestro desamor por España. También lo ha hecho el pasado franquista», dice nuestro cofundador e investigador Mauricio García en su columna de El Espectador.

Cuando en América Latina se habla de la “madre patria” algunos reniegan de esa maternidad, la mayoría levanta los hombros y no faltan aquellos que ni siquiera saben lo que eso significa. Los países que han vivido largos períodos de sumisión quedan marcados para siempre por las imágenes de opresión de su pasado; de ahí nuestra malquerencia contra España. Con otras potencias mundiales hemos sido más benévolos. A Estados Unidos, que no se ha portado mejor, lo vemos con una mezcla de resentimiento y admiración, desvanecida en los efluvios de la sociedad de consumo. Francia, que en épocas pasadas admiramos tanto, ahora simplemente nos resulta indiferente.

No solo el pasado colonial ha alimentado nuestro desamor por España. También lo ha hecho el pasado franquista. Mi padre, como muchos otros de su generación, despreciaba la España de mediados del siglo XX por su dogmatismo, su amaño con la violencia y sus fiestas de toros.


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Así pues, el desafecto que tenemos los latinoamericanos por la madre patria se puede explicar, sin duda, ¿pero acaso es un sentimiento justificado? No lo creo.

A mediados del siglo pasado España era un país pobre que tenía problemas muy parecidos a los nuestros: desigualdad social, predominio del latifundio, clientelismo en el sistema político, subdesarrollo de la economía, falta de una red ferroviaria y una Iglesia católica cerrera y metida en la política. Las épocas de grandeza también marcan para siempre a los pueblos que vivieron en ellas y tal vez por eso España seguía anclada en su pasado premoderno, como añorando el imperio perdido. Tan distinta era España de sus vecinos del norte que Pío Baroja decía que Europa terminaba en los Pirineos.

Hoy España es otra cosa: un país con una economía desarrollada, una sociedad vibrante y pacífica, con indicadores de pluralismo y libertad elevadísimos, y plenamente incorporada a la comunidad europea. El domingo pasado hubo elecciones generales para escoger a los miembros del Congreso de los Diputados y del Senado. La participación electoral fue de más del 70 % y los resultados desalentaron a los partidos extremistas. De otra parte, España acaba de asumir la presidencia de la Unión Europea, un continente que quizás nunca estuvo tan unido como ahora.

Los pueblos, como las personas, tienen que escoger con quién entablar relaciones preferenciales. Si de eso se trata, Europa me parece un mejor aliado que los Estados Unidos. A pesar de todos sus problemas, en el Viejo Continente todavía encontramos algo de los valores humanistas que tanto echamos de menos en nuestro poderoso vecino del norte. Más importante que eso es el hecho de que España, un país que habla nuestra lengua y comparte o al menos entiende nuestra cultura, es la puerta de entrada que tenemos a Europa y es la puerta de entrada de los europeos a América Latina. Con los Estados Unidos, en cambio, no tenemos esa puerta ni nada semejante. La migración latinoamericana en España es una fortuna para ambas partes porque, a diferencia de lo que ocurre en otros países, como por ejemplo Francia, se inserta naturalmente en la sociedad, sin despertar, en términos generales, tensiones lingüísticas, religiosas o culturales.

Por estas y otras razones creo que deberíamos recomponer nuestros afectos con España. Nada de eso implica desconocer nuestras diferencias ni olvidar algunos estragos del legado colonial. Lo que digo es que la malquerencia actual no tiene justificación y que deberíamos valorar todo lo que nos une, empezando por la lengua y la literatura. La patria es la lengua, dijo alguna vez Albert Camus y esa lengua-patria se parece mucho a la madre-patria.

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