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| Craig Whitehead, Unsplash

¿Qué pasa si consideramos al proceso penal como una cuestión de cómo reconstruir la sociedad?

¿Qué pasa si consideramos al proceso penal como una cuestión de cómo reconstruir la sociedad?

En los principios de marzo, el anterior director de la campaña de Donald Trump, Paul Manafort, recibió una pena de 47 meses en la cárcel. Manafort fue condenado por cargos de evasión tributaria y fraude bancario, lo cual puede conllevar una sentencia de 24 años en la cárcel. Comentaristas progresistas eran indignadas. Alexandria Ocasio-Cortez, una congresista estadounidense de la izquierda, envió un tweet diciendo que la justicia no es ciego, es comprado. Scott Hechinger, del Brooklyn Defender Services en Nueva York, criticó al fallo, haciendo la comparación entre un cliente suyo a quién le había puesto 36-72 meses en la cárcel solo por robar $100 USD en monedas de una lavandería.

Estas críticas tienen que ver, ante todo, con la desigualdad. Critican el hecho que Manafort  – un hombre rico y blanco con varias casas y que vive en el lujo (sí, el tipo tiene un traje hecho de avestruz) – recibió una fracción de la pena que reciben personas negras y morenas acusados cada día por delitos bastante menos graves. Las críticas también implican que Manafort debería haber recibido un trato más severo. Que debería haber sido tratado como los otros acusados. Que debería haber pasado el resto de su vida encarcelado.

Las críticas recuerdan a los argumentos de comentaristas progresistas estadounidenses en respuesta a condenas breves o el fracaso de acusar a personas con poder, y también a su correspondiente celebración para condenas largas para dichas personas. Activistas del movimiento de Black Lives Matter han protestado los fallos judiciales que no acusan los policías que han matado a personas de color y también circulado peticiones para procesar a los policías. Los que defienden los derechos de víctimas de abuso sexual, en particular en el ambiente del movimiento #MeToo, han buscado y celebrado activamente las cadenas largas para los responsables. Michele Dauber, profesor de derecho en Stanford, circuló una petición, la cual logró llegar a casi 100,000 signatarios, para echar un juez por haber asignado una pena de seis meses por acoso sexual en el campus, en vez de condenarlo a más tiempo en la cárcel. Larry Nassar, el médico de la selección estadounidense de gimnasia, recibió 40-175 años en una cárcel estatal en Michigan por el delito de acoso sexual, y 60 años por la pornografía de menores al nivel nacional. El juez del caso, durante la audiencia, proclamó con orgullo: “Acabo de firmar tu condena de muerte”. Cuando terminó la audiencia, el público rompieron en fuerte aplauso.

Estas respuestas colectivas presentan una paradoja política. Por un lado, movimientos como Black Lives Matter, #MeToo, y la resistencia contra la corrupción de la presidencia de Trump son importantes para desafiar el poder y la desigualdad. Al hacerlo, exigen que las reglas del juego aplican así mismo a la gente con poder. Por el otro lado, estas mismas progresistas han sostenido por mucho tiempo que el sistema de justicia penal está roto. Defensores públicos como Scott Hechinger han argumentado contra muchos casos de encarcelación masiva en Estados Unidos, incluso contra las condenas que son innecesariamente largas y las penas mínimas por delitos. La idea detrás de esto es no solo que se apliquen las reglas del juego de manera injusta, sino también que son fundamentalmente equivocados. Aunque defensores de organizaciones como La Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU por sus siglas en inglés)  utilizan argumentos más matizados, sugiriendo que la clemencia que recibió Manafort debe aplicar a todos, esa paradoja es muy común.

Cada vez que leo sobre una celebración progresista de una condena larga, pienso en cómo se trata de la cuestión de la duración de condenas en los debates difíciles sobre justicia transicional en el Sur Global. En países como Colombia, Sudáfrica, hasta Camboya, los ciudadanos han discutido el problema de qué hacer con las personas poderosas que han cometido no solo fraude bancario, sino actos profundos y repetidos de violencia. El debate gira en torno no solo a la duración de las condenas, sino a si esa gente deberían recibir una pena si acaso. La posibilidad de recibir amnistía frecuentemente está sobre la mesa, hasta para personas que han cometido crímenes de guerra.

Los regímenes de justicia transicional cuentan con una variedad de métodos para acercarse al problema. Países como Argentina y Chile decidieron seguir con la acusación de las personas que cometieron violaciones bajo sus respectivas dictaduras militares, muchas veces con condenas largas. Sudáfrica representa al otro extremo, ofreciendo la oportunidad de amnistía para los responsables de la violencia durante la época de apartheid. Países como Irlanda del Norte y Colombia han seguido un camino intermedio que considera la reducción de penas para perpetradores de violencia durante sus respectivos conflictos.

En cada situación, la cuestión del proceso penal no era seguro. En cambio, era un punto central de debate. Eso porque la meta general de los mecanismos de la justicia transicional es para reconstruir la sociedad después de conflictos y violaciones masivos y dañosos. En el caso de Argentina y Chile, eso implicó la restauración de instituciones del Estado y del estado de derecho después de las dictaduras militares. En otros casos, como lo del Sudáfrica, significa la reconciliación después de décadas del racismo institucionalizado. Puede ser que la pregunta de qué exactamente se debe hacer con los responsables sea la más fundamental para lograr la justicia en los contextos transicionales.

A mi me parece que hay muchas lecciones que uno puede sacar de los debates de la justicia transicional para mejorar la justicia ordinaria, como los esfuerzos para responsabilizar a las personas con poder en Estados Unidos. ¿Qué pasa si no asumimos que una pena más larga signifique más justicia? ¿Qué pasa si, como en los contextos de justicia transicional, ponemos como punto central del debate el balance pertinente y delicado entre los derechos de las víctimas y el futuro lugar de los responsables en la sociedad? En pocas palabras,  ¿qué pasa si consideramos al proceso penal como una cuestión de cómo reconstruir la sociedad?

Si realmente hiciéramos eso, tendríamos que enfrentar retos verdaderamente difíciles. Cuestiones como la que planteó Katie J.M. Baker sobre los que fueron echados del poder por el movimiento del #MeToo: “¿Qué hacemos con estos hombres?” Preguntas que consideran la violencia, como hace Michelle Alexander en su llamada para enfrentar a la encarcelación masiva con la justicia restaurativa como una alternativa a la cárcel, tanto para los crímenes violentos como los no violentos de drogas.

Estos tipos de preguntas alcanzan llegar a lo primordial de los problemas que han fracturado tantas sociedades en pedazos: la desigualdad, el racismo, el patriarcado, la violencia. Nos serviría aprender de las sociedades que han intentado reconstruir su tejido social. Aunque muchas veces estos esfuerzos son imperfectos, por definición no dan por sentado el carácter ni la forma de la justicia.  

De interés: Justice / Transitional Justice

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