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paz política

La verdadera amenaza a la democracia no es que existan visiones diametralmente opuestas, sino que la violencia aun pueda ser utilizada para acallarlas. | Eduardo Noriega, EFE

La coalición a favor de la paz robusta no solo sigue unida, sino que ha demostrado capacidades impresionantes de resiliencia y creación de alianzas con impactos muy relevantes tanto en el foro institucional como en las calles.

La coalición a favor de la paz robusta no solo sigue unida, sino que ha demostrado capacidades impresionantes de resiliencia y creación de alianzas con impactos muy relevantes tanto en el foro institucional como en las calles.

La implementación del acuerdo de paz parece desfallecer por el creciente radicalismo de Duque y su partido político. El nuevo gobierno ha abandonado la agenda de reforma rural y apertura política en favor del modelo tradicional de desarrollo con exclusión; al tiempo que ataca sin descanso a las instituciones creadas para cumplir los compromisos mínimos adquiridos con las víctimas. Más grave aún, los territorios son sitiados por el aumento escalonado de la violencia contra excombatientes y muchos de los líderes sociales que le apostaron a la paz, ante la inmovilidad e indiferencia del gobierno y las élites.

Pese a estas dificultades enormes, el acuerdo de paz ha tenido efectos positivos muy importantes, que no deberíamos pasar por alto. Entre ellos están no solo la histórica dejación de armas de las Farc, su conversión en actor político y su admirable persistencia en la legalidad a pesar de las violencias e incumplimientos que les asedian. También hay otra ganancia inmensa que ha recibido menos atención: la apertura de una discusión programática sobre qué debe implicar la paz sostenible en el país. La disputa en torno a la paz permitió el surgimiento de un debate entre izquierda y derecha, que luchan por objetivos opuestos y por una intervención distinta del Estado para cumplirlos.

Un debate así es inédito en Colombia. Durante décadas, la democracia colombiana se caracterizó por la debilidad extrema de los partidos de izquierda y por la derechización tanto de la política como del electorado. Varios factores influyeron en que los partidos convergieran a la derecha: el conflicto armado y la asociación (muchas veces injusta) entre izquierda y guerrilla, el cierre del sistema político y el neoliberalismo. Así, Colombia se mantuvo al margen del giro latinoamericano a la izquierda, que permitió el impulso de agendas redistributivas. Aunque esos gobiernos no están exentos de crítica, su existencia ha permitido que el debate sobre redistribución sea ineludible en la región más desigual del mundo.

Paradójicamente, ese debate surgió en Colombia con el extremismo de la derecha en torno a la paz. Tras la derrota del plebiscito del 2 de octubre, a pesar de que el gobierno de Santos y las Farc hicieron esfuerzos enormes para pactar un nuevo acuerdo que recogió la gran mayoría de las objeciones, la oposición se resistió a reconocer su legitimidad y se dedicó a promover la idea de reformarlo. La derecha empezó a defender entonces una paz minimalista (como la denominaron analistas como César Rodríguez), preocupada principal (o únicamente) por el desarme de la guerrilla y una respuesta acotada a los reclamos de las víctimas, pero omisa de la agenda amplia sobre participación política y tierra que, según el mismo acuerdo, era clave para una paz sostenible. Entre tanto, en el ámbito local, los movimientos de base seguían impulsando esa paz robusta, a pesar de las crecientes amenazas y desigualdades de poder en su contra.

Ante el auge de la paz minimalista, en las elecciones pasadas, las élites políticas (incluso las santistas) se realinearon, dejando de promover la paz transformadora, con el cálculo de que la paz robusta no vendía (e incluso podía ser costosa) electoralmente. Ello condujo a que, a la salida de Santos de la presidencia, los puntos 1 y 2 del acuerdo arrojaran más saldos en rojo que avances.

Por su parte, el ascenso electoral de Petro sorprendió no solo porque era el primer candidato de izquierda que pasaba a la segunda vuelta con una votación significativa, sino también porque puso en evidencia que existía otra Colombia que sí creía en la paz con transformación. En la mitad, los Verdes también sostenían la paz como su bandera central, aunque no defendían con fuerza sus promesas más transformadoras ni proponían políticas redistributivas de mayor alcance. Cuando se acercaba el final de la contienda, una parte de los Verdes decidió respaldar a Petro, pero probablemente para ese entonces ya era muy tarde y sus votos quedaron repartidos entre los dos candidatos. En lo que va del mandato de Duque, la discusión programática ha sido central en todos los asuntos relacionados con la paz, que han sido también los temas más importantes en la agenda política.

Muchos han visto la emergencia de esa discusión con preocupación, alegando que equivale a polarización y, por tanto, puede erosionar la democracia. Por el contrario, proponemos que la emergencia de esta discusión es una señal esperanzadora de que la unión nociva entre política y guerra empieza a disolverse. Así, surgen posturas institucionales de izquierda, que pueden volver visibles los temas más relevantes para el país, que por años han sido imperceptibles en política, como la desigualdad.

Como lo señala Francisco Gutiérrez, aunque es claro que la derecha está radicalizada, no lo es que la izquierda también lo esté y que, por tanto, esta discusión programática conduzca ineludiblemente a la polarización. Antes bien, los debates recientes han demostrado cómo la derecha radicalizada debilita su poder mientras la izquierda teje alianzas a favor de la paz, que pueden fortalecer cada vez más su vocación de poder.

Muestra de ello es el debate desatado por las objeciones de Duque contra el proyecto de ley estatutaria de la JEP. De ahí, la derecha extrema salió erosionada por su radicalización, mientras el ala pro-paz fue sumando cada vez más adeptos, provenientes no solo de aliados tradicionales de la izquierda y el centro, sino también de partidos que, como Cambio Radical y la U, se habían alineado con la paz minimalista del gobierno.

Otro ejemplo es la minga popular del suroccidente, que duró aproximadamente dos meses —incluyendo el bloqueo total por 27 días de la Panamericana—. La resistencia organizada y prolongada de indígenas, campesinos y afrodescendientes obligó al gobierno a reducir el uso de la fuerza para desbloquear las vías y pactar reformas concretas de carácter transformador.

Sin duda, la derecha domina el pulso político, pues tiene el poder presidencial y una parte importante del Congreso a su favor, que le sirven de muro de contención frente a la paz transformadora. Pero, sorprendentemente, la coalición a favor de la paz robusta no solo sigue unida, sino que ha demostrado capacidades impresionantes de resiliencia y creación de alianzas con impactos muy relevantes tanto en el foro institucional como en las calles. Quizás esas coaliciones plurales centradas en la paz pueden convertirse en un ala progresista con agendas distributivas más amplias si la izquierda se mueve hábilmente.

La verdadera amenaza a la democracia no es que existan visiones diametralmente opuestas, sino que la violencia aun pueda ser utilizada para acallarlas.

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