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Esta semana nos dio una cruda muestra de la violencia que nos habita. Las Farc, el enemigo social número uno, no mataron, secuestraron o se tomaron ningún pueblo en los últimos días. Estaban haciendo un mannequin challenge.

Esta semana nos dio una cruda muestra de la violencia que nos habita. Las Farc, el enemigo social número uno, no mataron, secuestraron o se tomaron ningún pueblo en los últimos días. Estaban haciendo un mannequin challenge.

Sin embargo, las noticias estuvieron plagadas de hechos violentos. Unos que son lamentablemente cotidianos, como la violencia basada en género, pero que de tanto en tanto despiertan indignación, como sucedió en los casos de Dora Gálvez y la execrable violencia padecida por Yuliana Samboní. Otros, también recurrentes, pero que parecieran indignar menos, como los homicidios y ataques contra líderes sociales en las regiones.

Al inicio de la semana, la Oficina de Derechos Humanos de las Naciones Unidas emitió un comunicado señalando que entre enero y noviembre había registrado 35 atentados y 52 homicidios contra líderes y defensores de derechos humanos (el número puede ser mayor, pues otros casos siguen en análisis). Por su parte, organizaciones sociales denuncian que la cifra asciende a 75 personas asesinadas este año. Es decir, un número mayor al de las personas que lamentablemente fallecieron en el accidentado avión de Lamia y que generó solidaridad masiva en el país.

Lo más preocupante es que, según la ONU, entre la firma del primer acuerdo de paz y noviembre ocurrieron 13 de estos homicidios. En tres cosas les fallamos a estas víctimas. La primera es que no era difícil prever esta situación. Estudios académicos han mostrado cómo en procesos de paz anteriores se han incrementado las muertes de líderes sociales en las regiones, dado el miedo de ciertas élites a los cambios que puedan producirse. En segundo lugar, los casos venían ocurriendo ya de tiempo atrás. No comenzaron con la firma de los acuerdos, pero muy poco se hizo para que el tema tuviera la importancia política que se merece. Y, finalmente, los casos siguen ocurriendo mientras que la respuesta estatal sigue siendo muy lenta.

La oficina de la ONU, con base en su experiencia en el terreno y su análisis de los casos, ha identificado algunos factores que han permitido este aumento de la violencia: la ausencia de Estado y seguridad en las áreas rurales, especialmente en las que dejaron las Farc; la estigmatización contra defensores y su labor, así como la percepción de ciertos actores de que son un obstáculo para sus intereses económicos y políticos; la cultura de uso de la fuerza para regular conflictos en la población; la disputa entre grupos armados por el control de economías ilegales, y las pocas alternativas económicas para la subsistencia en estas zonas. A este diagnóstico habría que agregar la continuidad de prácticas de control asociadas al paramilitarismo y la generalizada falta de investigación y esclarecimiento judicial de estos casos.

En esta serie de factores es donde se deben concentrar los esfuerzos del Estado. Con medidas concretas y planes específicos de prevención y protección. Anuncios rimbombantes desde Bogotá del Gobierno o la Fiscalía significarán muy poco si no se traducen en acciones en los territorios.

Pero en últimas, ni los actores detrás de los ataques y asesinatos, ni el Gobierno y sus instituciones, se sentirán realmente obligados a cambiar si la sociedad no exige de manera enérgica una acción concreta. Si desde las ciudades no dejamos de ver el tema como una serie de casos aislados que ocurren en lugares apartados y que poco importan a nuestro país y nuestra democracia. Toda vida importa, toda muerte duele. Que la paz no cueste más vidas.

De interés: Paz

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