La primera lotería
Ana María Ramírez noviembre 30, 2018
Mi reflexión nace de una tristeza sentida al ver a estos niños y detectar a partir de su interacción las grandes diferencias que marcan y podrán determinar sus dos vidas. | li tzuni, Unsplash
No se entiende por qué en Colombia hay niños que están rodeados de decenas de parientes, vecinos y maestros que interactúan con ellos mientras otros crecen en soledad.
No se entiende por qué en Colombia hay niños que están rodeados de decenas de parientes, vecinos y maestros que interactúan con ellos mientras otros crecen en soledad.
Los privilegios son una lotería. El lugar y el momento de nuestro nacimiento determinan una serie infinita de variables que afectarán, para bien o para mal, nuestras vidas. Desde las circunstancias incontrolables, como las coyunturas políticas, económicas y sociales, hasta los elementos cotidianos de nuestro entorno familiar, son el premio mayor de un juego de azar en el que las oportunidades no son equitativas.
Hace poco presencié la materialización de esta inevitable premisa en un momento cotidiano, casi irrelevante. Mi sobrina Belén y Michael*, el hijo de la señora que trabajaba en la casa de mi abuela, siempre han sido muy buenos amigos aunque entre los dos hay más de cinco años de diferencia. Belén vive encantada, por ser él mayor y porque (y aquí pierdo toda la objetividad) mi sobrina es, de lejos, la niña de cuatro años más inteligente y divertida que conozco.
Sin embargo, en esta inocente interacción se refleja inmediatamente que la brecha entre los dos no es solamente de edad. El nivel de comunicación y la capacidad de socialización del niño mayor siempre están cargados de las inseguridades sociales de su madre (cabeza de hogar con tres hijos) y de su contexto (entre su escuela y su casa hay un refugio de los desplazados del Bronx de Bogotá) que lo hacen sentir incómodo, como si no perteneciera y no tuviera los mismos derechos que mi sobrina de disfrutar de un momento de alegría.
Michael es un niño excepcional, dulce, inteligente y un gran amigo de mi sobrina. Sin embargo, al verlos juntos es evidente que no han recibido los mismos estímulos y que el desarrollo cognitivo, social y emocional del mayor no ha llegado a su entero potencial para su edad. Son miles las razones y en ningún momento quisiera que se piense que estoy criticando a la madre de Michael a quien admiro y respeto profundamente. Es una combinación de las circunstancias, del tiempo, del conocimiento, del interés y de la capacidad de los adultos que rodean a un niño en la casa y la escuela.
Mi reflexión nace de una tristeza sentida al ver a estos niños y detectar a partir de su interacción las grandes diferencias que marcan y podrán determinar sus dos vidas. Pero también es una invitación a la acción. Dicen por ahí que “se necesita todo un pueblo para educar a un niño”. Sin embargo, si tenemos en cuenta que en Colombia por cada niño menor de diez años hay cinco adultos (www.populationpyramid.net), no se entiende por qué hay niños que están rodeados de decenas de parientes, vecinos y maestros que interactúan con ellos mientras otros crecen en soledad. Tal vez falta, además de una eficiente intervención del Estado que garantice a todos los niños el desarrollo pleno de su potencial, mayor voluntad de involucrarnos en la vida temprana de los niños y convertirnos en una parte más importante del premio mayor de su primera lotería.