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En todos los países democráticos se busca un cierto balance entre la idea de que hay que ser solidarios con las personas a las que les va mal en la sociedad, sobre todo con los pobres, los enfermos, los viejos, los discapacitados, etc., y la idea de que hay que premiar a las personas por sus méritos y por sus triunfos en la competencia social. Ambos son ideales de justicia; el primero es altruista, el segundo es individualista.

En todos los países democráticos se busca un cierto balance entre la idea de que hay que ser solidarios con las personas a las que les va mal en la sociedad, sobre todo con los pobres, los enfermos, los viejos, los discapacitados, etc., y la idea de que hay que premiar a las personas por sus méritos y por sus triunfos en la competencia social. Ambos son ideales de justicia; el primero es altruista, el segundo es individualista.

Las sociedades que no logran un balance adecuado entre estos dos ideales se vuelven desiguales y egoístas, cuando solo miran por el lado del individualismo, o perezosas y estancadas, cuando solo miran por el lado del altruismo.
El balance entre estos dos ideales debe existir en casi todos los ámbitos sociales, pero sobre todo debe estar presente en los órganos de representación política. Es muy importante que los defensores del ideal de la solidaridad tengan tantas posibilidades de llegar al poder como los defensores del mérito y la competencia y que, de esta manera, exista un intercambio de élites en el poder. Pero en Colombia nunca hemos logrado eso y, por lo mismo, este es un país desbalanceado por el lado de la solidaridad. Aquí la izquierda y los movimientos sociales que defienden el altruismo social nunca han llegado al poder. Eso tiene muchas causas, entre las cuales están los errores políticos de la izquierda, la posición casi hegemónica que tiene la derecha en la sociedad y la existencia de una guerrilla que solo ha conseguido (además de sembrar el terror) darle razones a esa derecha para deslegitimar la protesta y la movilización social.
Ante la imposibilidad de encontrar una salida por los canales políticos y electorales, el altruismo encontró, desde 1991, una salida institucional en la Corte Constitucional. Allí se ha hecho mucho por remediar la situación de los excluidos, de los marginados y de los discriminados. Ante la falta de un partido político progresista que impulse, por la vía legislativa, lo que la Constitución ordena, los magistrados de la Corte se han visto en la necesidad de tener que imponer la protección de los derechos directamente, sin pasar por el Congreso, y lo han hecho a través de una jurisprudencia avanzada, que se cita con frecuencia como una de las más creativas, progresistas y sólidas del mundo.
Las críticas a la Corte no se han hecho esperar. Muchos (sobre todo desde las facultades de economía, la Iglesia y el Partido Conservador) han descalificado esta jurisprudencia progresista por el hecho de inmiscuirse en los asuntos del Congreso. Sin embargo, el activismo de la Corte, con todos sus problemas y sus posibles excesos, ha impedido que la Constitución de 1991 sea un documento meramente simbólico y que algunas de las consabidas injusticias de esta sociedad se perpetúen. Pero sobre todo, la Corte ha logrado, en un país en donde casi todas las políticas públicas son políticas de seguridad y en donde el Ejército es un actor político central de la vida democrática, mantener un espacio institucional favorable a la solidaridad con los que sufren y los discriminados.
Con la elección esta semana del magistrado conservador Luis Guillermo Guerrero, la visión altruista de la Constitución queda en entredicho; no solo eso, también queda en duda la visión liberal y pluralista que la Corte tiene de los derechos. Así, una de las pocas puertas institucionales que el país tiene para imponer mínimos de solidaridad y libertad, podría cerrarse. Incluso los conservadores demócratas (los que quedan) deberían ver esta posibilidad con preocupación. Amanecerá y veremos.

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