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Del escándalo en la Corte Suprema lo primero que sorprende es la mediocridad de los magistrados involucrados, pero lo más grave son los indicios de un red de corrupción. De confirmarse, este sería el peor horror institucional de las últimas décadas.

Del escándalo en la Corte Suprema lo primero que sorprende es la mediocridad de los magistrados involucrados, pero lo más grave son los indicios de un red de corrupción. De confirmarse, este sería el peor horror institucional de las últimas décadas.

Lo primero que sorprende del reciente escándalo en la Corte Suprema es esa combinación de insuficiencia intelectual y penuria ética que exhiben los magistrados involucrados. De Leonidas Bustos se dice que antes de llegar a la Corte “era un litigante más”, con una vida reducida a “expedientes mundanos” (Semana, septiembre 10-17 de 2017); de Francisco Ricaurte se comenta algo similar y, además, que vivía sin un peso, pero invitando a los magistrados a los mejores restaurantes (ídem); de Gustavo Malo, que era “un juez muy del común tirando a flojo” (El Espectador, septiembre 14 de 2017).

¿Cómo llegaron esos tipos a ser magistrados de una alta corte? Pues compensando su tosquedad con una habilidad extraordinaria para los tejemanejes del clientelismo. Así fueron ascendiendo, favor tras favor, hasta llegar a la cúspide. Y lo peor es que, dicen los que saben, pueden llegar a ser la mayoría dentro de la Corte Suprema. Si eso es así, estamos ante un extraordinario caso de arribismo judicial colectivo exitoso que, como en el mundo político, está cobrando sus frutos podridos. Tal vez tenemos que estudiar más las raíces culturales de este fenómeno.

El arribista es un personaje ambicioso que se salta las reglas de juego para conseguir lo que se propone (el mafioso es el arribista por excelencia). En toda sociedad hay personas así, pero por lo general son pocas y por eso no alteran el curso de la vida en sociedad. En Colombia, en cambio, el arribismo es una profesión boyante, una especie de vicio nacional. Algunos han justificado el arribismo (sobre todo en la política) con la idea de que al menos logra algo de movilidad social. Es cierto que en Colombia es difícil ascender socialmente por las vías establecidas, pero esa dificultad no puede llevarnos a bendecir la ilegalidad o la inmoralidad. Ha sido una fortuna para el país que algunos juristas pobres y educados en universidades de poca calidad hayan podido llegar a las altas cortes a punta de esfuerzo, honorabilidad y talento. Lo que es inaceptable es que a las altas cortes lleguen los lagartos y los clientelistas, con independencia de la clase social a la que pertenezcan.

Al inicio dije que lo primero que sorprende es la mediocridad de los magistrados. Eso es tan solo lo primero y quizás lo menos grave. Hay indicios de que estos togados hacían parte de una red de corrupción en la justicia que, entre otras cosas, vendía sentencias. Si la existencia de esta red macabra se confirma, este sería el peor horror institucional de las últimas décadas, en este país de horrores. Un Estado así, con la cúspide de la justicia capturada por criminales togados, simplemente no sería viable, al menos no lo sería con el nombre que ostenta, de democracia constitucional.

Quiero terminar esto con una reflexión personal. Nunca he aspirado a ser magistrado titular de una alta corte. Sin embargo, por mi trabajo, he tenido la fortuna de conocer de cerca a muchos de los juristas más lúcidos, más ponderados y más íntegros de este país. No voy a decir sus nombres, por pudor y porque creo que muchos de mis lectores saben de quiénes hablo. En algún momento, casi todos esos juristas brillantes intentaron llegar a una alta corte y no lo lograron, bien porque no tenían los apoyos políticos necesarios, bien porque no estuvieron dispuestos a vender sus conciencias. Hoy casi todos ellos han decidido renunciar a ser magistrados.

Esta no solo es una historia triste, es una historia aterradora: la de un país que le cierra, solapadamente, la puerta a los mejores y se las abre, de par en par, a los peores.

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