La sociedad del entretenimiento
Mauricio García Villegas Agosto 31, 2024
La sociedad del entretenimiento no está hecha para hablar, mucho menos para aprender o para entender lo que pasa. Solo está hecha para pasar el rato, para satisfacer la vista y el oído de la manera más básica (y adictiva) posible. | Canva
El aburrimiento se ha convertido en una anomalía que exige remedio inmediato, así sea con una tontera de pasatiempo. Somos como los bebés que, al menor signo de hastío, reciben una pantalla de sus padres. Nada de extraño tiene que el número de pantallas y parlantes haya aumentado al ritmo que disminuye la conversación.
El aburrimiento se ha convertido en una anomalía que exige remedio inmediato, así sea con una tontera de pasatiempo. Somos como los bebés que, al menor signo de hastío, reciben una pantalla de sus padres. Nada de extraño tiene que el número de pantallas y parlantes haya aumentado al ritmo que disminuye la conversación.
De pantallas y parlantes estamos inundados. Los vemos en todas partes: en los almacenes, en los aeropuertos, en los hoteles, en los restaurantes, en las salas de espera, en los taxis, en los hospitales, en las calles, en las casas y, cómo no, al alcance de la mano en nuestros aparatos celulares. Allí están para honrar un verbo que se ha vuelto sacrosanto: entretener; para que vivamos como en un parque de diversiones, de función en función, embelesados con un divertimento. TikTok, ese animador incansable, que más parece una niñera, es el epítome de la vida actual: gratuito, efímero y bobalicón, ofrece una felicidad efímera que se agota de tanto contenido evanescente.
Nada como la música para lograr este tipo de entretenimiento, sobre todo en este país en el que hay tanta gente con talento para componer canciones. Pero no todo lo que se pone a sonar es bueno ni todo el mundo quiere oír canciones, incluso cuando son buenas. Los animadores que ponen música desconocen esos matices y se sienten bien porque creen que están contribuyendo a la felicidad colectiva. Muchos extranjeros que visitan Cartagena dicen, al final de su viaje, lo mismo: “hermosa ciudad, pero qué ruido tan insoportable”. Desde hace un par de años, o quizás más, se ha impuesto en el Caribe la moda de pasearse en un yate, o en una lancha, con un grupo de amigos bebiendo y oyendo música a todo volumen. Esas “chivas del agua” se cuentan hoy por miles y van por todas partes. En las Islas del Rosario, por ejemplo, navegan en fila india dando vueltas incesantes a las islas para que los bañistas que están en las playas sientan envidia de lo bueno que están pasando sus tripulantes. Si no fuera por eso se irían a otra parte. Puede ser que la pasen bien, no lo pongo en duda, pero para quien está tirado en la playa disfrutando del horizonte y del suave sonido de las olas del mar, ese exhibicionismo es el acabose. Asistí a ese espectáculo deplorable hace unos meses y, desde entonces, convencido de que el encanto apacible de las Islas se había perdido para siempre, decidí nunca más volver. No soy el único.
El aburrimiento se ha convertido en una anomalía que exige remedio inmediato, así sea con una tontera de pasatiempo. Somos como los bebés que, al menor signo de hastío, reciben una pantalla de sus padres. Me pregunto si el aumento de los niveles de depresión en los jóvenes de hoy no tiene que ver con esa incapacidad para aceptar el tedio. Sentir aburrimiento no solo es algo natural e inevitable, sino que puede ser una oportunidad para reflexionar e imaginar. La gente le teme al hastío, pero sobre todo le teme a estar solo, a encontrarse consigo mismo. Por eso acuden al coach, el animador, como quien va al médico.
Nada de extraño tiene que el número de pantallas y parlantes haya aumentado al ritmo que disminuye la conversación. La sociedad del entretenimiento no está hecha para hablar, mucho menos para aprender o para entender lo que pasa. Solo está hecha para pasar el rato, para satisfacer la vista y el oído de la manera más básica (y adictiva) posible y para inundar el ambiente de imágenes y de ruidos que dan la falsa impresión de estar acompañado. Su lógica es simple y brutal: cada persona se entrega a los brazos del animador, como a su niñera, y de paso se aleja del mundo circundante y de sí mismo.