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Reflexiones sobre la universidad pública a propósito de los 150 años de existencia de la Universidad Nacional de Colombia.

Reflexiones sobre la universidad pública a propósito de los 150 años de existencia de la Universidad Nacional de Colombia.

La Universidad Nacional de Colombia acaba de cumplir 150 años de vida, lo cual es un motivo de celebración y orgullo para el país y para quienes hacemos parte de esta institución. Pero también es una invitación para pensar en el pasado y el futuro de la universidad pública.

Si se adopta una mirada de largo plazo, la universidad pública ha sido víctima, como tantos otros proyectos oficiales en este país, de un proceso de privatización. Es cierto que no ha tenido la suerte infausta de otros bienes públicos, como los ferrocarriles, los correos, el seguro social, las telecomunicaciones o la televisión pública; pero tampoco ha salido indemne: se ha frenado su crecimiento y reducido su impacto.

La embestida privada, sin embargo, ha sido coadyuvada por la misma universidad. Primero, por no ser capaz de responder (por falta de recursos) al aumento de la demanda de bachilleres que intentan ingresar a la educación superior. De ese déficit surgió una explosión de establecimientos universitarios privados, baratos y de mala calidad, que han ido inundando el país, amparados, además, en una extralimitación del derecho a la autonomía universitaria. En segundo lugar, hasta hace un par de décadas las carreras en la universidad pública duraban, por causa de las huelgas, dos o tres años más de lo previsto. Por eso, entre otras razones, los ricos de este país dejaron de enviar a sus hijos a la universidad pública y se dedicaron a invertir en la universidad privada de alta calidad.

Este último hecho trajo consigo la desafección (incluso la hostilidad) de las élites dirigentes con la universidad pública. Esta actitud no tiene justificación, pero tiene una explicación: en un país en donde la clase alta no depende del Estado para casi nada, y ello debido a que paga mucho dinero por la educación de sus hijos, por el servicio de salud, por no tener que usar el transporte público y a veces incluso por obtener seguridad privada; en un país en donde ocurre eso, repito, la clase alta se vuelve más indolente, más egoísta, menos respetuosa de la ley y hasta más corrupta. Colombia paga un precio muy alto por no tener una universidad pública que, como ocurre incluso en países de la región (México, Brasil y Argentina), eduque, sin distinción de clases sociales, a su dirigencia social y política. Cuando la universidad no cumple con esa tarea, reproduce el apartheid educativo (segregación de estudiantes según la clase social) que en Colombia empieza con toda su fuerza con la educación básica. En los últimos años, el Gobierno ha querido remediar esta falta de justicia social con el programa Ser Pilo Paga. Este es un programa justo, es verdad, pero tiene muchas limitaciones (tema para otra columna).

Esto merece un comentario más general: en Colombia, las ideas progresistas han ganado algunas victorias, entre ellas la promulgación de la Constitución de 1991. Pero hay otros ámbitos sociales en donde las ideas de derecha (sobre todo aquella que privilegia lo privado sobre lo público) se han impuesto de manera rotunda. Hay dos, en particular: el orden de la tierra, en donde nunca ha sido posible una reforma agraria, ni siquiera algo que se le asemeje, y la educación, en donde el Estado renunció a su deber de educar a la gran mayoría de los colombianos, incluida su clase dirigente. En los países desarrollados, en cambio, la reforma agraria y la educación pública han sido los baluartes fundamentales del desarrollo económico y de la democracia.

Si eso es así, la conclusión es simple: el país debería aprovechar este aniversario para hacer de la universidad pública el centro educativo principal de todos los colombianos, sin distinción de clase, ni credo político.

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