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| EFE

En el siglo XXI, en el que todo se ha vuelto más local, inmediato, volátil, emocional y puntual (salvo el consumo que se volvió global), se inventaron nuevas utopías que ya no buscan una sociedad fabulosa, sino relaciones humanas perfectas y, en particular, un lenguaje perfecto que gobierne esas relaciones.

En el siglo XXI, en el que todo se ha vuelto más local, inmediato, volátil, emocional y puntual (salvo el consumo que se volvió global), se inventaron nuevas utopías que ya no buscan una sociedad fabulosa, sino relaciones humanas perfectas y, en particular, un lenguaje perfecto que gobierne esas relaciones.

La palabra utopía se refiere a una ilusión fabulosa, difícil o imposible de cumplir. Ha habido utopías de todo tipo, sobre todo en América Latina, muchas de las cuales, por ir en contravía de la inevitable imperfección del mundo, terminaron mal. Por perseguir lo ideal, lo perdieron todo, incluso lo bueno.

En el siglo XX se derrumbaron las grandes utopías. Pero en el siglo XXI, en el que todo se ha vuelto más local, inmediato, volátil, emocional y puntual (salvo el consumo que se volvió global), se inventaron nuevas utopías que ya no buscan una sociedad fabulosa, sino relaciones humanas perfectas y, en particular, un lenguaje perfecto que gobierne esas relaciones. No son utopías englobantes, como las de antes, sino puntuales. Sus voceros provienen, por lo general, de movimientos identitarios que defienden los derechos de grupos discriminados, como las mujeres, los afros, los indígenas, los trans, etc. Son luchas muy exitosas, en buena parte porque tienen razón. Pero ese éxito las lleva a buscar la perfección. “Los grandes movimientos de liberación”, dice Isaiah Berlin, “terminan por exagerar y por desconocer cualquier virtud en lo que atacan”.

La intención de estos grupos o, mejor, de algunos en esos grupos ya no es solo mejorar el lenguaje, lo cual es algo positivo, sino volverlo perfecto. Lo “políticamente correcto” se ha vuelto una camisa de fuerza, sobre todo en los campus universitarios. Si un profesor dice algo irreverente (que es muy distinto al irrespeto o al atropello), la turba identitaria le cae encima. Cuando yo era estudiante mis mejores profesores, con excepciones, claro, eran justamente esos, los que se salían del molde, los que nos sacudían la mente. Hoy los mejores profesores son los que siguen el imaginario de los alumnos.

El lenguaje incluyente también es, en principio, legítimo, porque la manera de hablar incide en la percepción de la realidad. Pero, como dice Berlin, se exagera y se estigmatiza: del propósito de hacer ver una realidad que no está en las palabras (lo femenino) se salta a la suposición de que quien no usa el lenguaje incluyente tiene intención de discriminar. Pero eso casi nunca es cierto: cuando la maestra dice: “Los niños de mi clase”, no tiene la intención de discriminar a las niñas; ella y todos (y todas) entienden que se refiere a ambos, de la misma manera que quien dice: “He colgado el teléfono” no quiere decir que en efecto lo colgó de algo, como se hacía antes cuando los teléfonos estaban pegados a las paredes. El lenguaje, más que las palabras, es lo que entendemos de esas palabras. Es a partir de ahí, de ese sentido compartido, que se puede juzgar la intención de la gente, no del significado literal. Soy consciente de que, con los años, el lenguaje incluyente se va a imponer. Quienes en algún momento nos opusimos hemos sido derrotados y lo seremos aún más. Nuestra manera de hablar será anacrónica (como en el caso del teléfono), pero no tendremos la intención de discriminar a nadie. Seremos un error, una imperfección irrelevante.

Es bueno que en las relaciones humanas haya gente que milite por una mayor igualdad, reconocimiento y no discriminación. Pero, de nuevo, no hay que buscar la perfección del mundo. Esa actitud envenena la conversación con la hiel del moralismo. Las redes sociales no entienden eso y están plagadas de individuos que viven pendientes del error ajeno, o de lo que toman por error ajeno, para intervenir con el arsenal de su inquisición. No consiguen la perfección y tal vez logran el efecto contrario. Lo ideal es enemigo de lo bueno y en el caso de estas utopías puntuales esta paradoja también vale.

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