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A veces nos ayuda a sosegar nuestros ánimos y otras veces nos vuelve ansiosos e impacientes. Tener esperanza puede ser, paradójicamente, desesperante. Esta ambivalencia está bien reflejada en un cuento de Ramón Gómez de la Serna, que relata la historia de alguien que después de estar cientos de años en el Purgatorio, a la espera del Cielo prometido, termina pidiéndole al Dios todopoderoso que lo envíe al Infierno, en donde puede, por fin, aliviar su desesperación.

Las religiones y los sacerdotes de sus iglesias conocen bien esta doble cara de la esperanza; saben que la fe puede alimentar tanto la resignación frente a las adversidades de la vida, como el coraje para luchar contra ellas.

Pero no sólo los sacerdotes son expertos en estos asuntos de la esperanza. Los políticos también saben que sus promesas pueden fomentar no sólo la sumisión de sus electores sino también su movilización. Lo primero es quizás lo más apetecido por los políticos. El presente, con todas sus afugias, se acepta más fácilmente cuando las personas creen que el futuro será mejor. “La política de la esperanza —decía Francis Bacon— es uno de los mejores antídotos contra el veneno del descontento”. La esperanza posee un poderoso efecto apaciguador (normalizador) sobre las injusticias y las penurias sociales.

Pero la esperanza también puede producir lo contrario de la sumisión, es decir la acción, la movilización y la lucha. Cuando la gente sabe que puede mejorar y que su condición no es una fatalidad, hace todo lo posible por conseguir el cambio. Por eso, Samuel Johnson decía que “Donde no hay esperanza no hay esfuerzo”. Y es verdad, con la esperanza la gente se vuelve luchadora y voluntariosa. Las personas se empeñan más en conseguir algo cuando aumentan las posibilidad de conseguirlo.

Así pues, la esperanza es una condición psicológica que favorece a veces la aceptación pasiva del presente y a veces la acción y la lucha. Ambas implicaciones tienen una gran importancia en el mundo de la política: la primera de ellas es un remedio contra la rebeldía, la segunda es un remedio contra el conformismo.

Digo todo esto pensando en la izquierda colombiana; o por lo menos en aquella parte (la más radical) que cree que cuando las cosas mejoran para los más pobres, su conformismo aumenta. Tener esperanza sólo produce, según ellos, más sumisión, menos conciencia de clase, menos lucha. Así por ejemplo, la ilusión que la restitución de un puñado de predios despierta entre los campesinos (de Necoclí o de Córdoba) sólo serviría, en su opinión, para alimentar su aceptación del presente y su conformismo. Los campesinos no reciben un derecho sino que muerden un señuelo.

Francamente no lo creo. La esperanza afincada en las pequeñas mejorías también puede desencadenar la movilización de los más pobres, más que su resignación. Al menos eso fue lo que ocurrió en la Revolución Francesa, según explicaba Alexis de Tocqueville.

Para la izquierda radical, la movilización social y la lucha por el cambio sólo pueden ser el resultado de la injusticia (una política justa, como la restitución de tierras, en cambio, sólo puede retardar la movilización). En esto (como en muchas otras cosas) la izquierda radical y los católicos se parecen más de lo que uno piensa: ambos creen que, al final de los tiempos (¿cuándo?; nadie lo sabe) la justicia triunfará y el bien se impondrá sobre el mal. Mientras tanto, la fe ciega en un Dios o en una revolución nos ayudará a transitar por este valle de lágrimas.

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