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La despenalización a la colombiana, como una exaltación a la autonomía personal, requiere contar con garantías, como poder optar por servicios de reducción de riesgos y daños, libre de acoso policial y prejuicios sociales.

La despenalización a la colombiana, como una exaltación a la autonomía personal, requiere contar con garantías, como poder optar por servicios de reducción de riesgos y daños, libre de acoso policial y prejuicios sociales.

El efecto de la prohibición no es extinguir el deseo transgresor, sino alimentarlo: el objeto prohibido es el más deseado. Esta es una explicación básica desde el psicoanálisis del funcionamiento de los tabúes en la sociedad. Si hay un objeto sobre el que aplica esta lógica son las sustancias psicoactivas. Ni siquiera la amenaza de perder la vida aleja al ser humano de la gestión del placer mediante el consumo de sustancias. En los últimos diez años, el Harm Reduction International ha reportado que más de 3,560 personas han sido condenadas a pena de muerte por delitos relacionados con drogas en todo el mundo. La prohibición, sea cual sea su vehículo, es inútil, pues su propia existencia impide cumplir su objetivo.

Se cree que Colombia y otros países que han despenalizado el uso personal de drogas han avanzado de manera significativa en la garantía de derechos de las personas que usan drogas. Falsa creencia, pues despenalizar no impide la imposición de otro tipo de sanciones administrativas, que pueden afectar de manera significativa a estas personas. Lo que estamos presenciando ahora es que la prohibición se reencauchó sutilmente en la criminalización administrativa mediante las normas de policía.

La criminalización administrativa aunque dista de la penalización por su consecuencia, pareciera que es una fórmula alquímica para lograr su mismo objetivo: la persecución a los consumidores. Se trata de una fórmula que se escabulle entre los límites difusos del derecho penal y el derecho administrativo: ante la imposibilidad de encarcelar, se mantiene el reproche jurídico del consumo y se habilita el contacto permanente de la policía con las personas que usan droga. Esta prohibición, a diferencia de la cárcel, parece sutil, pero encierra grandes riesgos para el derecho a la salud de las personas que usan drogas, porque permite el acoso policial y los aleja de los servicios de salud.

La criminalización administrativa no es una fórmula nueva. Menos de un mes después de la despenalización se expidió un decreto que sanciona el porte y consumo en múltiples circunstancias con consecuencias desproporcionadas, como la pérdida de la patria potestad para los padres o la expulsión de centros educativos. Luego, le siguieron múltiples y vanos intentos de prohibición: la Ley 745 de 2022, aun vigente, pero inaplicable porque cuenta con procedimiento; y la Ley 1153 de 2002, que fue declarada inconstitucional. Ambas normas califican el porte y consumo en ciertas circunstancias como una contravención penal y estipulaban como sanción multas, arrestos o trabajo social.

Esta fórmula alquímica de transformar la penalización en criminalización administrativa se refinó con el Código de Policía y se ha ido expandiendo con tranquilidad. La muestra perfecta de ello, es que esta norma actualmente sanciona 19 conductas relacionadas con el consumo o porte de drogas en el espacio público o en espacios privados con trascendencia al público, cuando inicialmente solo sancionaba 12 conductas. La restricción más gravosa es la prohibición general y absoluta de consumo en espacios públicos, que facilita la confrontación directa entre usuarios y policía. Restricción que, en cinco años, ha generado la aplicación de más de un millón de comparendos policivos por estas conductas.

El contacto permanente entre policía y usuarios de drogas replica barreras que parecían desmontadas por la despenalización. La penalización es un obstáculo para que las personas que usan drogas accedan a servicios de salud, pues la amenaza de la sanción los disuade de demandar. Entonces, habilitar el contacto permanente entre policía y personas que usan drogas (con el potencial de convertirse en acoso), en términos prácticos, es una fina reconversión de las barreras que representaba la penalización. Un ejemplo claro, es que hace un par de años la policía impidió la oferta de servicios de reducción de riesgos y daños en un festival de música en la capital.

Existe evidencia robusta que relaciona el acoso policial hacia las personas que usan drogas, particularmente por vía inyectada, con conductas de riesgo y prevalencia de trasmisión de VIH. El acoso policial puede ir desde la confiscación de jeringas y parafernalia para consumo hasta violencia física; prácticas que se han documentado en Colombia. Sumado a esto, existe evidencia que el contacto policía-usuarios, que luego se convierte en acoso o violencia policial, está guiado por factores de vulnerabilidad estructural que son interseccionales. Tener mal aspecto (apariencia), no ser blanco (color de piel) y ser o parecer de bajos recursos (clase social) presuponen mayor exposición a la violencia policial.

Tanto es así que, en su más reciente informe, la relatora especial sobre el derecho a la salud de la ONU le recomendó a los Estados cerciorarse de que la aplicación de las normas de drogas no vulneran el derecho a salud, particularmente por el impacto desproporcionado que tienen, entre otros, las actuaciones policiales en esta materia sobre grupos marginados y personas discriminadas.

Entonces, la descriminalización, ya no la despenalización, es el objeto de disputa en el lugar donde ejercemos la ciudadanía: el espacio público. La despenalización a la colombiana, como una exaltación a la autonomía personal, requiere contar con garantías, como poder optar por servicios de reducción de riesgos y daños, libre de acoso policial y prejuicios sociales. Descriminalizar no solo implica abandonar la noción de que el consumo de drogas es un peligro en sí mismo, también requiere de una construcción social y cultural que adopte una dosis mínima de realidad. En últimas, las sanciones de cualquier tipo son una respuesta al estigma social hacia las personas que usan drogas. Donde hay estigma siempre habrá sanción y daños.


Lea aquí la intervención de Dejusticia en el Congreso sobre Regulación de consumo de sustancias en el espacio público

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