Las marchas cocaleras, una expresión del derecho a pedir derechos.
Luis Felipe Cruz Marzo 4, 2019
| Ibar Silva
Los movimientos cocaleros han ayudado a construir el derecho a tener derechos, a ser ciudadanos y a recibir atención del Estado más allá de la guerra contra las drogas.
Los movimientos cocaleros han ayudado a construir el derecho a tener derechos, a ser ciudadanos y a recibir atención del Estado más allá de la guerra contra las drogas.
Las poblaciones rurales que cultivan hoja de coca en Bolivia, Colombia y Perú, se localizan en zonas desarticuladas de sus economías nacionales, donde el único producto que permite un ingreso razonable es la coca. A raíz del endurecimiento de la política antinarcóticos desde mediados de la década de los noventa y el inicio del nuevo siglo, cada país vivió expresiones de protesta que permitieron al campesinado cocalero poner sus problemas en el debate nacional, y en algunos casos obtener victorias importantes.
En Bolivia el movimiento cocalero sentó las bases para la victoria electoral del Movimiento Al Socialismo (MAS) y fue capaz de detener medidas represivas sobre algunas poblaciones rurales, mientras que, en Colombia y Perú, la intersección entre coca y presencia de grupos subversivos, llevó a discursos de mano dura para enfrentar “narcoterrorismo” a través del ataque a los “narcocultivos”. A este impulso se sumó la presión de Estados Unidos durante el segundo lustro de la década de 1990.
Así anunció Bill Clinton, el 24 de octubre de 1995, la versión noventera de la guerra contra las drogas iniciada por Nixon en 1971. La persistencia de los cultivos de coca en Bolivia, Colombia y Perú, así como el aumento del poder político, económico y militar de los carteles, fue razón suficiente para que el gobierno estadounidense presionara la reducción de las 200 mil hectáreas de coca sembradas en estos tres países, como un asunto de seguridad hemisférica. Para el año 2000, el Gobierno de Estados Unidos había aprobado un paquete de cooperación (adicional al Plan Colombia) denominado como Iniciativa Andina que incluyó $399 millones para Colombia, $156 millones para Perú, $101 millones para Bolivia y cerca de $75 millones para otros cuatro vecinos de Colombia, es decir, Brasil, Ecuador, Panamá, y Venezuela.
Así fue que la guerra contra la coca se convirtió, como tantas otras veces, en una guerra contra poblaciones rurales que vieron en la economía ilegal una forma de obtener recursos y poder habitar zonas donde la agricultura se veía rezagada por falta de acceso a la tierra y condiciones dignas de vida. A pesar de las diferencias obvias en los contextos nacionales, las regiones del Chapare (Bolivia), el Valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro (VRAEM) (Perú) y Putumayo (Colombia), vieron la profundización de la erradicación y el alejamiento de las alternativas de desarrollo adecuadas a las necesidades de las poblaciones cultivadoras.
La situación fue particularmente compleja para el Gobierno colombiano, que en 1996 fue descertificado por Bill Clinton debido a que la política antinarcóticos del país no alcanzaba los parámetros establecidos por sus leyes. En la práctica, este tipo de decisiones implicaban suspensiones de las preferencias arancelarias a las exportaciones, el veto a las solicitudes de préstamo frente al sistema financiero multilateral y la suspensión del sistema de garantías a las inversiones de Estados Unidos en los países.
No es casualidad que apenas a unos días del anuncio del Presidente Clinton, el 17 de noviembre de 1995, el Presidente boliviano de la época emprendiera una ofensiva contra los “narcocultivos”, que significó el enfrentamiento entre campesinos y ejército. Así fue el fracaso de un plan de sustitución con más de 30 mil familias que se negaron a cambiar las plantas por un pago de 2.500 USD por familia sin que hubiera condiciones desarrollo.
En Colombia, el Gobierno reaccionó incrementando las aspersiones aéreas con glifosato, que se venían utilizando de tiempo atrás. Las aspersiones tuvieron como prioridad el departamento de Putumayo, en la frontera entre Colombia, Ecuador y Perú. Las marchas cocaleras de mediados de 1996, fueron una pugna por el derecho a la ciudadanía y a reclamar las garantías del Estado para el ejercicio de los derechos. Si bien los pactos por los que terminó la movilización nunca fueron cumplidos por la institucionalidad, los esfuerzos de planeación desde las comunidades sí dieron paso a las propuestas de desarrollo rural a los municipios del departamento. Esa planeación desde las mismas poblaciones se vio mucho tiempo dificultada por la permanencia del conflicto armado en la región durante el final de la década y los años 2000.
De 1994 a 1996 se llevaron a cabo las grandes movilizaciones en Bolivia y Colombia, para exigir cambios en las estrategias de erradicación que incluyeran las propuestas de las organizaciones y sindicatos agrarios en la búsqueda de una salida a la dependencia del ingreso del mercado ilegal de la coca. El movimiento Cívico de Putumayo encabezó un proceso de negociación que en movilizaciones consecutivas (paros y marchas desde diciembre de 1994 hasta agosto de 1996) promovieron la sustitución de la coca con la participación y organización comunitaria, y realizar inversiones para la dotación de la infraestructura productiva, comercial, vial y de transporte, además de créditos e incentivos para la producción agropecuaria. De acuerdo con la FAO la Agencia Nacional de Tierras (ANT), las marchas cocaleras en el Putumayo abrieron un espacio de interlocución con el Gobierno para dar vida jurídica a las Zonas de Reserva Campesina.
En 1994, el movimiento cocalero de Chapare inició su más emblemática marcha “por la Vida, la Coca y la Soberanía Nacional” que llevó a más de 3.000 productores de la hoja de coca a la Paz tras recorrer a pie más de 22 días por caminos de herradura. Esta marcha se inició a fines de agosto para protestar por «el clima de terror» desatado por el operativo gubernamental para erradicar los cultivos excedentarios de hoja de coca en esa región. Para mediados de los años noventa, Bolivia dependía de una cooperación internacional que exigía la erradicación de la coca, lo que provocó que el tema cocalero saltara fácilmente de lo local a lo nacional.
Al final, los sindicatos cocaleros lograron un acuerdo con el presidente Gonzalo Sánchez para formular un plan integral en las zonas productoras de coca, coherente y racionalmente articulado al desarrollo rural del país; con un compromiso de la autonomía y soberanía del pueblo boliviano para atender el problema de la producción de cocaína, y con el mensaje claro de distinción entre la coca y la cocaína.
Las marchas en Perú se retrasaron algunos años, pues el conflicto armado interrumpió los procesos asociativos. Sendero luminoso quiso utilizar políticamente a los cocaleros, que en un principio creyeron que la presencia del grupo ayudaría a mantener los operativos antinarcóticos fuera y controlar a los grupos que controlaban el narcotráfico. Tras este periodo de profunda inseguridad y después de muchos esfuerzos por congregar en un mismo escenario organizativo a las diferentes facciones de del movimiento cocalero, surgió en las marchas del sacrificio durante el 2003 la CONPACCP (Confederación Nacional de Productores Agropecuarios de las cuencas cocaleras del Perú). Esta plataforma de interlocución con el gobierno, logró poner a los cocaleros en la escena nacional cambiando la imagen de delincuentes o terroristas que tenía la población cocalera.
Los casos de Bolivia, Colombia y Perú, muestran movimientos sociales diferentes en las estructuras internas, los escenarios de negociación y las posibilidades reales de alcanzar cargos de elección popular. Sin embargo, una enseñanza que se puede extraer de todos estos esfuerzos, es que los movimientos cocaleros han ayudado a construir el derecho a tener derechos, a ser ciudadanos y a recibir atención del Estado más allá de la guerra contra las drogas. Lo que se esconde tras los cocales es la lucha de cientos de miles de personas que expresan las incapacidades del sistema político de canalizar las exigencias de sectores complejos de la población.
La exigencia primaria de estos movimientos es la consolidación de un Estado que proteja derechos más allá de lo militar. Después de todo el dinero que Estados Unidos ha invertido en la región para luchar contra las drogas valdría la pena preguntarse si la cooperación quiere invertirle al desarrollo propuesto por las organizaciones campesinas.