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Son tantos los escándalos de corrupción que se producen en Colombia, que uno ya no siente tranquilidad cuando ve que se descubren nuevas fechorías, sino más bien preocupación.

Son tantos los escándalos de corrupción que se producen en Colombia, que uno ya no siente tranquilidad cuando ve que se descubren nuevas fechorías, sino más bien preocupación.

Son tantos los escándalos de corrupción que se producen en Colombia, que uno ya no siente tranquilidad cuando ve que se descubren nuevas fechorías, sino más bien preocupación.

Con tanto despojo de los bienes públicos, la impresión que uno tiene es que sólo una pequeña parte de la corrupción termina en escándalo (menos aún en juicio y menos todavía en condena) y que, a pesar de los esfuerzos que se hacen, pareciera como si las instituciones y la sociedad estuviesen perdiendo la guerra contra los corruptos.

Me parece que en estas impresiones hay algo de verdad y algo de falsedad. La parte de verdad es que el fenómeno de la corrupción es más extendido de lo que los escándalos muestran. Por lo menos eso es lo que dicen quienes han estudiado a fondo el tema (ver Transparencia por Colombia, www.transparenciacolombia.org.co). Pero decir que la lucha contra la corrupción es una especie de guerra entre buenos y malos también tiene algo de falso. Me explico.

Si se mira el problema desde el punto de vista de las normas legales, la metáfora de la guerra (entre defensores y violadores de la ley) parece adecuada. Pero la sociedad no sólo está regida por normas legales, sino también por otras normas (culturales y morales) que podríamos llamar informales y que gobiernan buena parte de los comportamientos sociales. Estas otras normas son muy variadas y prescriben cosas tan diversas como, por ejemplo, no tirar basura en las calles, respetar la fila, visitar a los enfermos, cuidar de los ahijados, darle el puesto a la mujer embarazada o ir a los entierros.

La actividad política no sólo está gobernada por normas legales, sino también por normas informales. El problema es que algunas de esas normas favorecen la corrupción. Así, por ejemplo, la obligación que adquiere el gobernante elegido de pagar favores con contratos, o el cobro de comisiones ilegales que hace un funcionario por las decisiones que toma, son normas informales que, con mucha frecuencia, son más imperiosas y más eficaces que las mismas normas legales que regulan la contratación pública o el régimen de inhabilidades e incompatibilidades.

Las normas informales que favorecen la corrupción no se declaran; son implícitas. Sin embargo, en ocasiones su validez es tan evidente que algunos políticos, en una actitud de abandono de su habitual hipocresía, reconocen que lo que vale son las reglas informales. Así ocurre, por ejemplo, en la actual campaña del candidato al Concejo de La Gloria (Cesar), un tal Ángel Borja, cuyo eslogan de campaña dice “Con Borja no habrá serrucho y si lo hay no será mucho”. Algo similar decía Aldemar Barros, un político brasileño cuyo eslogan era: “Aldemar roba pero hace”, y no muy lejos de todo esto estaba la célebre propuesta del presidente Turbay Ayala de reducir la corrupción a sus justas proporciones.

Así pues, si se mira la corrupción desde el punto de vista de estas normas informales, no hay tal guerra, ni tal lucha. Por el contrario, lo que hay es una gran sintonía entre reglas y prácticas.

Por eso, la pregunta que debemos hacernos en estas elecciones no es ¿por qué estamos perdiendo la guerra contra la corrupción a pesar de todos los esfuerzos que se hacen?, sino más bien ¿en qué medida esos esfuerzos fracasan debido a que muchos de los que están llamados a emprender esa guerra (sobre todo políticos y funcionarios públicos) no están dispuestos a participar en ella?

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