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Violencia protestas

Falta poco para que esta combinación de males engendre una tragedia aún mayor. Pero todavía estamos a tiempo de evitarla. | Luis Eduardo Noriega, EFE

Hoy más que nunca deberíamos ser conscientes de que en Colombia la violencia termina despertando los viejos demonios del conflicto armado y que cuando eso ocurre la sociedad entera sale perdiendo y en particular las grandes mayorías insatisfechas que tienen buenas razones para protestar.

Hoy más que nunca deberíamos ser conscientes de que en Colombia la violencia termina despertando los viejos demonios del conflicto armado y que cuando eso ocurre la sociedad entera sale perdiendo y en particular las grandes mayorías insatisfechas que tienen buenas razones para protestar.

A este punto aciago de la historia nacional llegamos, como diría don Miguel Hernández, con tres heridas. La primera empezó con el plebiscito. La gran mayoría de la población quería la paz, así tuviera reparos, pero como suele pasar con estos mecanismos de participación, que dependen más del estado emocional del día en que se vota que del real querer de la gente, el resultado fue adverso para el Gobierno y para la paz. Las mentiras de la campaña del No, la ingenuidad del Gobierno (creyó tener el triunfo en el bolsillo), el cansancio de la gente con las noticias del proceso de paz, el disgusto de muchos con el protagonismo de las Farc y hasta el mal clima, todo se juntó para que el No saliera ganando. Fue una victoria precaria y por un margen de votación muy estrecho, pero había que reconocerla y por eso yo nunca estuve de acuerdo con que el Gobierno buscara una vía alterna en el Congreso para remediar el asunto. La solución era, a mi juicio, hacer otro plebiscito o buscar otro mecanismo democrático de valor similar que le diera una legitimidad sólida a la paz.

No solo se enredó el proceso de paz, también se enredó el clima político (que vive enredado) y fue entonces cuando el Centro Democrático, alentado por sus “viejos queridos odios” contra Santos y envalentonado por su triunfo electoral, ganó la Presidencia. Y ahí vino la segunda herida. El nuevo mandatario, sobreestimando la legitimidad de su victoria, empezó a copar con sus amigos y copartidarios todos los cargos del Estado, incluyendo la Fiscalía y los demás organismos de control, a tal punto que los ciudadanos quedaron con la impresión de que no estaban regidos por un Estado de derecho sino por un Estado uribista.

La tercera herida empezó a finales de 2019 cuando el descontento popular con el nuevo Gobierno desató grandes manifestaciones que terminaron con un paro nacional. El presidente Duque propuso entonces la llamada “conversación nacional”, a principios de diciembre, pero su falta de liderazgo y la pandemia frustraron la iniciativa.


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Así llegamos a la situación actual, que es la continuación del conflicto que empezó en 2019, con protestas aún más masivas en las calles y acompañadas por lo que nunca falta en este país: violencia oficial desmedida contra los manifestantes, infiltración en las marchas de vándalos y subversivos, destrucción de bienes públicos (transporte, palacios de justicia), todo ello en medio de una ausencia calamitosa de liderazgos, no sólo en el Gobierno sino de los organizadores del paro.

Falta poco para que esta combinación de males engendre una tragedia aún mayor. Pero todavía estamos a tiempo de evitarla. Para ello se necesita mucha cabeza fría y mucha buena voluntad. Hoy más que nunca deberíamos ser conscientes de que en Colombia la violencia termina despertando los viejos demonios del conflicto armado y que cuando eso ocurre la sociedad entera sale perdiendo y en particular las grandes mayorías insatisfechas que tienen buenas razones para protestar.

No hay que subestimar el valor del orden y la convivencia que todavía nos queda. Deberíamos partir de ahí, de ese capital, así sea pequeño, para que nuestros “mejores ángeles”, que también los tenemos, nos ayuden a salir del atolladero en el que nos encontramos. Las posibilidades de degradación son todavía enormes y no podemos permitir que nos causen una herida adicional, más profunda, más dolorosa y más difícil de curar, como esas de las que habla Octavio Paz, que nunca sanan ni dejan de manar sangre.

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