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De poco sirve la renuncia del exdefensor Otálora si con ella se apaga el debate sobre el acoso. Si hubo algo bueno en el escándalo, fue la indignación colectiva y la visibilidad que le dio al maltrato que soportan en silencio muchos trabajadores, y al acoso sexual que sufren muchas mujeres en oficinas, universidades y otros espacios.

De poco sirve la renuncia del exdefensor Otálora si con ella se apaga el debate sobre el acoso. Si hubo algo bueno en el escándalo, fue la indignación colectiva y la visibilidad que le dio al maltrato que soportan en silencio muchos trabajadores, y al acoso sexual que sufren muchas mujeres en oficinas, universidades y otros espacios.

La indignación es una emoción fugaz, fácilmente mutable en linchamiento mediático y extinguible con el sacrificio del victimario. Pero también puede ser encauzada hacia un momento pedagógico colectivo, que arroje lecciones sobre la cultura de la desigualdad y el machismo que le dan vida al acoso y no van a desaparecer con una renuncia.

Primera lección: el acoso laboral o sexual no va a disminuir si es visto como una falta menor. Cuando escribí, hace dos meses, que Otálora debería renunciar ante las denuncias por maltrato de sus subalternos, varios lectores (incluyendo altos funcionarios) criticaron mi columna y replicaron con diferentes versiones de esta frase: “es preferible que el defensor sea acosador a que sea corrupto”. Como si una cosa tuviera que ver con la otra; como si abstenerse del pecado mortal de corrupción diera licencia para incurrir en el pecado venial del acoso, según una escala moral diseñada a la medida de los hombres con poder.

Un paso esencial es aplicar las leyes contra el acoso, que ni Fiscalía ni los jueces se han tomado en serio. Mucho menos la Procuraduría, que esperó dos meses para decir algo y suspendió a Otálora sólo cuando su renuncia era inminente.

Pero el cambio legal no es suficiente si no va acompañado de otro cultural: de una ética donde el poder —el del funcionario, la profesora, el jefe— sea visto como una fuente de obligaciones antes que de derechos, como ha propuesto Amartya Sen.

Lo cual me lleva a la segunda lección, sobre el acoso sexual. Mientras los hombres con poder puedan excusarse en el consentimiento de la víctima va a ser muy difícil contrarrestar el acoso. El caso de Otálora fue relativamente sencillo porque el exdefensor no pudo probar que su “enamoramiento” era recíproco. Pero muchos casos caen en una zona gris, donde las acosadas pueden ser menos categóricas en el rechazo al acosador, o aun dar señales de aprobación por temor a perder su trabajo. Aunque el asunto es polémico, dado que la zona gris termina favoreciendo a los acosadores, creo que en relaciones asimétricas habría que presumir que el consentimiento está viciado por la desigualdad de poder. De ahí que muchas empresas y universidades tengan políticas que desestimulan este tipo de relaciones. (Otra cosa es que pasen cuando ha terminado el vínculo laboral o educativo entre los involucrados).

Tercero: mientras los altos cargos sean un cuasimonopolio de los hombres, continuará el estereotipo de superioridad masculina que lleva a algunos a pensar que tienen licencia para acosar. Nada más eficaz para contrarrestarlo que nombrar mujeres en esos puestos, como lo muestran numerosos estudios. En esta columna, en 2012, propuse elegir defensora entre las dos excelentes abogadas que iban en la terna con Otálora. El Congreso, por enésima vez, escogió al único hombre. Y así nos fue.

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