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La creencia tajante en la bondad propia y la maldad del contradictor es un obstáculo para la construcción de una verdad tan precisa como incluyente. El hecho histórico es uno, pero las vivencias y las razones son múltiples. Habría que empezar por entender al interlocutor.

La creencia tajante en la bondad propia y la maldad del contradictor es un obstáculo para la construcción de una verdad tan precisa como incluyente. El hecho histórico es uno, pero las vivencias y las razones son múltiples. Habría que empezar por entender al interlocutor.

Ni bien fueron anunciados los miembros de la Comisión de la Verdad (CV), comenzó “la guerra por la verdad” que anticipó el año pasado Álvaro Sierra en la lúcida columna que le valió por estos días el Premio Simón Bolívar. Algunos sectores de izquierda criticaron apresuradamente a un comisionado exmilitar y pidieron que la CV se centre en las historias pendientes de la violencia del Estado. Desde la derecha, otros descalificaron a los comisionados sin conocerlos, y el senador Uribe incurrió en la múltiple equivocación de señalar a un reconocido académico (Mauricio Archila) creyendo (erróneamente) que había sido nombrado comisionado y tildándolo (injuriosamente) de cómplice del terrorismo.

Esta es una guerra que hay que desmontar antes de que escale y frustre la CV, nuestra única oportunidad seria de saber qué pasó en el conflicto y cómo construir, al fin, una narrativa histórica que nos incluya a todos. Hay que comenzar por dos distinciones: la verdad que debe construir la CV no es jurídica, sino histórica; y debe estar guiada por principios morales, pero sin ser moralista.

Me explico. La CV no es la JEP. Si lo fuera, sobraría. Y no cumpliría con la tarea de las comisiones de la verdad: darles voz protagónica a las víctimas de todos los actores del conflicto armado, escuchar las versiones de estos y tener en cuenta incluso las de quienes fuimos más espectadores que víctimas o victimarios directos. Su labor es documentar, explicar y darle sentido a una historia nacional que parece regida por el sinsentido (o más bien, por las visiones y los sentidos contrarios que defienden los sectores enfrentados en un país polarizado). Lo suyo no es la sanción sino la comprensión. Su función es empírica y terapéutica, no judicial. Como lo sugirió en entrevista para El Tiempo el padre Francisco de Roux —director idóneo de la CV—, su responsabilidad principal es ayudar a que los colombianos superemos el trauma social que compartimos.

El poder de la CV, en fin, es más moral que legal. Lo que me lleva a la segunda distinción: para cumplir su tarea, el poder moral de la CV no debe ser moralista. Debe tener como norte ético la dignidad de las víctimas, pero sin asumir la indignidad de ningún actor o espectador del conflicto. Como lo dijo De Roux, “uno tiene que empezar por comprender al interlocutor, sobre todo a los colombianos que piensan de una manera distinta”. Lo que implica escuchar y entender (sin necesariamente compartir o justificar) las versiones contrarias. “No creo que sean malos ni perversos… Yo no tengo un juicio moral sobre ellos”, dijo De Roux sobre el sector de las Fuerzas Armadas que criticó duramente su designación, con el que desde ya planteó un diálogo.

Tanto como el legalismo, el moralismo —la creencia tajante en la bondad propia y la maldad del contradictor— es un obstáculo para la construcción de una verdad tan precisa como incluyente. El hecho histórico es uno, pero las vivencias y las razones son múltiples. Si hay alguien capaz de documentar el primero sin ignorar las segundas son Francisco de Roux y el excelente grupo elegido para la CV.

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