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En Colombia existe una vieja cultura política que, a fuerza de evitar la tiranía, se volvió negligente con la anarquía. Esto ha dificultado la construcción de un Estado eficiente y con poder administrativo para hacer respetar la ley. Me explico.

En Colombia existe una vieja cultura política que, a fuerza de evitar la tiranía, se volvió negligente con la anarquía. Esto ha dificultado la construcción de un Estado eficiente y con poder administrativo para hacer respetar la ley. Me explico.

La ilusión de los granadinos era acabar con el tirano español y ser libres. Sin embargo, pronto se dieron cuenta de que el tirano, a pesar de todo, garantizaba el orden y que sin ese orden la libertad era un infierno. De allí surgió entonces la dupla “libertad y orden”, inscrita en el escudo patrio y que dio origen a los partidos tradicionales. Los liberales enarbolaron la idea del gobierno pequeño con el fin de espantar el fantasma de la tiranía. Los conservadores, por su lado, se centraron en el orden, que para ellos era el orden moral del antiguo régimen, garantizado por la religión católica.

El problema de esta historia (demasiado simple, es cierto) es que para ninguno de los dos partidos, por lo menos hasta la mitad del siglo XX, fue una prioridad la construcción de un orden originado en un Estado eficiente, con una burocracia técnica e independiente. Para los liberales, ese Estado eficiente coartaba la libertad, y para los conservadores ese orden solo podía venir de las buenas costumbres católicas. Por eso, entre otras causas, aquí nunca hubo un gran proyecto de construcción nacional que colmara todo el territorio, como ocurrió en otras partes de América Latina. Tal vez el único gobernante que se salió de esta tradición fue Carlos Lleras Restrepo quien, desde que fue ministro de Eduardo Santos, se empeñó en fortalecer la administración pública y la burocracia estatal creando instituciones técnicas, regladas y eficientes.

La izquierda, por su lado, también se hizo heredera de la vieja tradición ideológica de rebelión contra el tirano, nutrida luego con una mezcla criolla de ideas marxistas, católicas y anarquistas. A partir de allí, y claro, desde su posición de partido de oposición, decidió que los temas relacionados con el orden, la seguridad y la construcción de un aparato burocrático operante eran asuntos de la derecha que no le interesaban al pueblo. Por eso, entre otras cosas, nunca estuvieran dispuestos a aliarse con Carlos Lleras en su lucha contra los poderes terratenientes en las regiones.

Así, en su apuesta contra la tiranía, la izquierda y los liberales se llevaron por delante al imperio de la ley. Al querer deshacerse del orden despótico, se deshicieron también del orden legal y burocrático; algo así como el padre que bota al niño con el agua sucia de la bañera. Lo peor es que no lograron ni lo uno ni lo otro: ni deshacerse del despotismo ni lograr la justicia y la libertad.

En Colombia se habla mucho (con razón) de la falta de democracia, pero se habla muy poco de la falta de Estado y menos aún del efecto que la falta de Estado tiene en la falta de democracia. Si tuviéramos un Estado más eficiente nuestra democracia sería mejor. No solo eso, los ciudadanos también estaríamos mejor; los males de la política no siempre vienen del exceso de poder. También vienen de la ausencia de poder. Eso es lo que ocurre en casi la mitad del territorio nacional, en donde el Estado es incapaz de proteger a la gente de los corruptos y los violentos.

Frente a esta situación de anomia la tentación es grande de acudir al poder despótico de un líder iluminado que imponga el orden a las malas, como lo propone la extrema derecha. Pero esa tampoco es la solución. Lo que hay que hacer es construir un orden legítimo a partir de un Estado eficiente, democrático e independiente de los intereses privados. Ese propósito no debería ser un motivo de disputas ideológicas, sino de consenso nacional.

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