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La crisis ocasionada por el COVID-19 es tan grave, que ha opacado temporalmente los asesinatos de líderes sociales y exguerrilleros reinsertados. | EFE/ FERNANDO BIZERRA

Los asesinos no han dado tregua ni siquiera por la pandemia. Por el contrario, han aprovechado las medidas de aislamiento social para atentar más fácilmente contra líderes que estaban recluidos en sus hogares, como sucedió con los dos líderes emberas asesinados.

Los asesinos no han dado tregua ni siquiera por la pandemia. Por el contrario, han aprovechado las medidas de aislamiento social para atentar más fácilmente contra líderes que estaban recluidos en sus hogares, como sucedió con los dos líderes emberas asesinados.

La crisis ocasionada por el COVID-19 es tan grave, que ha opacado temporalmente los asesinatos de líderes sociales y exguerrilleros reinsertados. Pero es necesario mantener nuestra atención sobre esta violencia para exigir del Gobierno y la Fiscalía medidas eficaces para prevenir estos crímenes y para que los responsables sean sancionados, sobre todo porque la matazón continúa.

En estas semanas mataron al menos a seis líderes: Marcos Rivadeneira, quien lideraba procesos de sustitución de cultivos, fue asesinado en Putumayo. También fueron asesinados Ivo Bracamonte, exconcejal y líder de Puerto Santander (Norte de Santander); Ángel Quintero, líder de la Asociación de Mineros Artesanales y presidente del Concejo de San Francisco (Antioquia); Ómar Guasiruma y Ernesto Guasiruma, líderes del pueblo indígena embera en el Valle del Cauca, y Luis Soto, exconcejal de La Apartada (Córdoba).

Esta violencia también ha afectado a excombatientes reinsertados. En Bogotá fue asesinada Astrid Conde; en San Vicente del Caguán (Caquetá) fueron asesinados Irnel Flores y Belle Carrillo, y en Macarena (Meta) fue encontrado el cuerpo sin vida de Albeiro Gallego. Con estos casos, el número de homicidios contra excombatientes superó los 190.

Los asesinos no han dado tregua ni siquiera por la pandemia. Por el contrario, han aprovechado las medidas de aislamiento social para atentar más fácilmente contra líderes que estaban recluidos en sus hogares, como sucedió con los dos líderes emberas asesinados.

Las reacciones de las autoridades han sido en general decepcionantes. El Gobierno se resiste a reconocer la sistematicidad de esos crímenes, que su estrategia para prevenirlos no está funcionando y que es apremiante ajustarla, en consulta con organizaciones sociales y de derechos humanos. La Fiscalía no muestra resultados significativos, pues no ha logrado elucidar quiénes son los autores intelectuales de estos crímenes, que es lo esencial.

Algunos congresistas, especialmente de la oposición, han alzado su voz contra esos asesinatos, pero el Congreso como institución está en total silencio, pues lleva meses sin reunirse, a pesar de que el 16 de marzo empezaron las sesiones ordinarias. Los presidentes de Senado y Cámara no han citado a sesiones con el inaceptable argumento de que no pueden reunirse físicamente, por riesgos de contagio, pero tampoco pueden hacerlo virtualmente, por carecer de bases jurídicas. Esto no es cierto, pues una interpretación adecuada del artículo 140 de la Constitución, tomando en cuenta el principio de continuidad de funcionamiento de las instituciones, faculta al presidente del Senado a citar a esas reuniones virtuales. Lo que es realmente inconstitucional es que el Congreso no esté funcionando mientras siguen asesinando líderes sociales y el presidente ejerce poderes de emergencia.

Una luz de esperanza en este difícil contexto es la decisión de la jueza 45 civil del Circuito de Bogotá frente a una tutela que presentaron varios líderes sociales amenazados, apoyados por organizaciones sociales y de derechos humanos como Cajar, ONIC, Somos Defensores, el CSPP y Dejusticia. En una notable sentencia, la jueza amparó el “derecho a defender derechos” de los líderes sociales y dio órdenes al Gobierno y a la Fiscalía que van en buena dirección, pues permitirían pasar de la protección individual a los líderes amenazados, que es a veces necesaria pero insuficiente, a la búsqueda de unas garantías colectivas que remuevan los factores de riesgo, nacionales y regionales, que ponen en peligro a quienes defienden los derechos humanos. Ojalá el Gobierno, en vez de apelar esa decisión, vea en ella la oportunidad de garantizar eficazmente la labor de los líderes sociales.

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