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Los aportes de la economía naranja al PIB y a la generación de empleo no alcanzan para dimensionar todos los beneficios que bienes culturales y artísticos traen al desarrollo social

Los aportes de la economía naranja al PIB y a la generación de empleo no alcanzan para dimensionar todos los beneficios que bienes culturales y artísticos traen al desarrollo social

En los últimos años, el término “economía naranja” se ha puesto de moda para explicar el impacto que puede tener la producción cultural y artística en el desarrollo del continente sudamericano. Hace dos años el Banco Interamericano de Desarrollo publicó el informe “Economía naranja: Innovaciones que no sabías que eran de América Latina y el Caribe”, que registró que ese año las industrias culturales habían generado 1,9 millones de empleos y unos 124.000 millones de dólares de ingresos, lo cual es significativo en una región que para el 2017 alcanzó la cuota más alta de desempleo en los últimos 10 años, según la Organización Internacional del Trabajo.

En Colombia se aprobó en mayo la llamada “Ley Naranja”, para fomentar el crecimiento de este sector —que incluye industrias como la editorial, las artes visuales y escénicas y los medios, entre otras—.“Un sector que hoy genera el 3% del Producto Interno Bruto; más del doble de lo que genera el café”, como se publicitó en todos los medios. Pareciera que es más fácil entender la importancia de la cultura si entendemos que esta también puede ser lucrativa. Pero, ¿cuál es la dimensión real de los beneficios que una sociedad obtiene de la producción y circulación de bienes culturales? La identificación de ese 3% de aportes al PIB en realidad no alcanza para entender ese aporte, así como tampoco alcanza para explicarlo la cantidad de empleo generado en la región.

 

Foto: Josh Felise

 

En realidad no es fácil dimensionar la repercusión que el arte y la cultura pueden tener en el desarrollo de una comunidad o un país. Entre el ámbito cultural y la inquietud por el desarrollo siempre ha existido una brecha. Por un lado, desde la economía ha habido la tendencia a ver las actividades culturales como prácticas que generan beneficios difíciles de medir, y que monetariamente necesitan muchos recursos en comparación con los dividendos que dejan. Por otro lado, desde el campo de la cultura la tendencia ha sido justamente no pensar demasiado en los vínculos que pueden existir con la economía y el bienestar social. Después de todo el arte y la cultura deben ser un fin en sí mismos y para los más puristas, pensarlos solo como una vía para algo más los desdibuja: “Imponerle al arte una tarea, por noble que sea, vicia la savia que lo irriga” escribe el historiador de arte Carlos Granés. “El arte es libre o no será”.

Así las cosas pensar en las políticas públicas culturales siempre es un desafío. Aunque los países con los índices de lectura más altos no sean necesariamente los que tienen un mayor PIB, por ejemplo, sabemos que un alto índice de lectura es deseable, y los ministerios de cultura invierten recursos en subir esos números, aunque a menudo estos presupuestos públicos son escasos, así como los más afectados en tiempos de crisis.

Para algunos economistas como Amartya Sen y Bernardo Kilksberg, el problema está en la manera misma como concebimos el desarrollo. El modelo tradicional que ve al desarrollo como el crecimiento del capital monetario y su equitativa distribución entre los miembros de una población cada vez se queda más corto para interpretar la realidad y a medida que pasan los años los economistas y las ciencias sociales se hacen más preguntas. Para Amartya Sen no basta con pensar el desarrollo como equivalente a la opulencia. La pobreza no puede ser concebida solo como una escasez material, sino también como una escasez de oportunidades y en cierto sentido de ideas. Falta de opciones reales por limitaciones sociales y por circunstancias personales para elegir otras formas de vida. El desarrollo es pues en este modelo, más que un estado que asegura la riqueza material, un proceso que enriquece la libertad de los involucrados en la búsqueda de sus propios valores.

América Latina además de desempleo tiene muchos otros problemas. Después de África es la región donde más asesinatos se cometen. Según una investigación publicada en el New York Times dos de las razones principales por las cuales la tasa de homicidios parece disminuir en todo el mundo menos en América Latina son: la impunidad y la cultura de la violencia: “un fenómeno normalizado en nuestra sociedad para resolver conflictos”. Hay una serie de problemas sociales asociados al asesinato presentes en varios de nuestros países, como las disputas por el control territorial, el tráfico de drogas y las disputas políticas que nos han acostumbrado a convivir con la muerte. El mensaje que se ha ido consolidando es que la vida no vale, y para los pandilleros involucrados lo grave de matar es ser descubierto.

Si observamos esta situación a través del paradigma de Amartya Sen podemos entender mejor a qué se refiere el economista cuando señala que la cultura no tiene tanto un valor instrumental—que puede dejar dividendos—como uno constitutivo. La cultura incluye y circula una serie de parámetros e ideas que conforman nuestra visión del mundo. Y por eso, justamente, el arte y la cultura pueden impulsar el cambio, allí donde parece imposible. Economistas y culturalistas coinciden en que es el acceso al capital cultural y al desarrollo de la creatividad el que puede generar una especie de salto cuántico: una perspectiva diferente, otras narrativas. Fortalecer el pensamiento crítico y la autonomía; una libertad especial para elegir y apartarse de la manada y a la vez sensibilizar nuestra relación con nosotros mismos y con los demás.

 

Foto: Marco Nürnberger

 

Por eso no es suficiente contabilizar el porcentaje que la industria editorial aporta a nuestro PIB para entender la necesidad de que la gente lea, por ejemplo, y de que haya buenos libros. Si hacemos el ejercicio de cruzar el índice de lectura de algunos países hispanoamericanos del Cerlalc[1] —por elegir alguno—con otros índices de bienestar podemos encontrar corelaciones muy dicientes. Podemos encontrar que el país con el mayor índice de lectura, con 5,4 libros al año por habitante, coincide también con el país con el menor índice de percepción de la corrupción en América Latina: Chile. Y que los países con mayor corrupción coinciden exactamente con los que tienen los índices más bajos de lectura en el ranking de países incluidos en el análisis del Cerlalc: Brasil, Colombia y México. Encontramos también que, basándonos en el Índice Global de Impunidad de del CESIJ de la Universidad de las Américas de Puebla, Chile y Argentina comparten los índices de impunidad más bajos y los índices de lectura más altos, y que México y Colombia comparten los índices de impunidad más altos junto con los menores índices de lectura.

Para finalizar, si cruzamos el ranking de países lectores del Cerlalc con el Estudio Global de Homicidio de la ONU del 2012, encontramos que los países con los índices de lectura más bajos: México, Colombia y Brasil, también comparten los índices de asesinato más altos de Sudamérica. Y sí, adivinaron, que los países con los índices de homicidio más bajos, Argentina y Chile, coinciden también con los que leen más. Por eso no basta decir que las industrias culturales son importantes porque pueden generar dividendos y empleos. En últimas no es exagerado decir que el arte y la cultura pueden salvar vidas.

 

[1] Para estas comparaciones usaré el cuadro comparativo del promedio de libros leídos por habitantes al año en 7 países hispanoamericanos (España, Portugal, Chile, Argentina, Brasil, México y Colombia) que el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (Cerlalc) incluye en su informe “Comportamiento lector y hábitos de lectura: una comparación de resultados de algunos países de América Latina”.

Foto destacada: Jessica Ruscello

De interés: Desarrollo

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