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Trump democracia

Desafortunadamente, esta página oscura de la historia de los Estados Unidos no se cierra tan fácilmente. Los 75 millones de personas que votaron por Trump no se han ido para ninguna parte y el mismo Trump, antes de tomar el avión presidencial, se dirigió a sus electores para decirles que volverá. | EFE

La toma del Capitolio por seguidores de Trump nos recuerda que las democracias también mueren, que la justicia no siempre triunfa, que la legitimidad política va más allá de los resultados electorales, que los bienes públicos hay que defenderlos, que la educación y la cultura ciudadana son importantes y que, en las democracias, siempre hay que estar vigilantes con los apóstatas de la religión civil.

La toma del Capitolio por seguidores de Trump nos recuerda que las democracias también mueren, que la justicia no siempre triunfa, que la legitimidad política va más allá de los resultados electorales, que los bienes públicos hay que defenderlos, que la educación y la cultura ciudadana son importantes y que, en las democracias, siempre hay que estar vigilantes con los apóstatas de la religión civil.

Esta semana se posesionó, finalmente, Joe Biden. Todo salió bien, no hubo atentados, ni desórdenes, con lo cual muchos sintieron, con Trump saliendo de la Casa Blanca, que una de las páginas más negras de la historia de los Estados Unidos había quedado atrás. La era Trump seguirá presente, eso sí, en la mente de los analistas, que intentarán explicar cómo fue posible que en el país más poderoso del mundo un charlatán estuviera a punto de acabar con la Constitución, la verdad y la decencia.

Auguste Comte, un pensador francés del siglo XIX, predijo que los países se volverían cada vez más seculares y que, a la postre, la gente dejaría de creer en dioses y religiones. Pero cuando ese momento llegue, decía, será necesario crear una “religión civil” que inculque los valores esenciales que la sociedad necesita para mantenerse unida. Comte se equivocó en aquello de la muerte de las religiones, al menos hasta el presente. Pero tuvo razón en esto: la fe se ha vuelto un asunto más íntimo y personal, con lo cual la idea de una religión civil que inculque los valores esenciales de la vida pública (tolerancia, disenso, respeto, legalidad, participación, etc.) sigue siendo válida y es por eso que pensadores actuales como Martha Nussbaum la defienden.

¿Qué tiene que ver esto con mi hipótesis? Pues que Donald Trump, con su partido, se convirtió en un apóstata de esa religión civil. En lugar de defender la Constitución, sus valores y su moral, gobernó para los suyos (los blancos racistas, los ricos, los evangélicos y los ingenuos desencantados de la política) y sobre todo para alimentar su ego de héroe fugaz de pantalla de la televisión. Los cuatro años que terminaron el miércoles pasado en los Estados Unidos no fueron testigos de una confrontación política entre dos partidos polarizados, sino de un intento de captura ilegal de las instituciones, de su sentido y de sus valores (de su religión civil) por parte de un grupo de extremistas liderados por un lunático y apoyados por un partido sin recato. En esos años, dice Paul Krugman, gobernó un partido radical y lo hizo contra el derecho, contra la democracia y contra la verdad. No es la primera vez que esto pasa en los Estados Unidos. Nuestra historia, dijo Biden en su discurso, ha sido una lucha constante entre el ideal de que todos somos iguales y la terrible realidad del racismo.


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La posesión del miércoles pasado, con su cursilería de pastores y cantantes (así son los Estados Unidos), se entiende mejor como la celebración de la gran misa de esa religión civil después de que Trump estuviera a punto de destruirla.

Desafortunadamente, esta página oscura de la historia de los Estados Unidos no se cierra tan fácilmente. Los 75 millones de personas que votaron por Trump no se han ido para ninguna parte y el mismo Trump, antes de tomar el avión presidencial, se dirigió a sus electores para decirles que volverá.

De todo esto quedan lecciones importantes y una de ellas es que las democracias también mueren, que la justicia no siempre triunfa, que la legitimidad política va más allá de los resultados electorales, que los bienes públicos hay que defenderlos, que la educación y la cultura ciudadana son importantes y que, en las democracias, siempre hay que estar vigilantes con los apóstatas de la religión civil.

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