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El 24 de agosto de 2016 quedará marcado en nuestra generación. La emoción fue generalizada, ya fuera de júbilo y regocijo, o de indignación profunda. Pero nadie fue ni será el mismo después de ese anuncio.

El 24 de agosto de 2016 quedará marcado en nuestra generación. La emoción fue generalizada, ya fuera de júbilo y regocijo, o de indignación profunda. Pero nadie fue ni será el mismo después de ese anuncio.

En muy poco tiempo los ciudadanos estamos convocados a manifestarnos sobre ese maremágnum de visiones de país que se desprenden de las 297 de páginas del acuerdo. Muchas de ellas ya han sido conocidas y debatidas. Otras apenas las conocemos y pueden resultar tan polémicas como algunas ya conocidas.

Especialmente las que establecen beneficios económicos a quienes dejen las armas (que llegaría individualmente hasta $24 millones pagados en dos años) y dinero al partido político de las Farc. Es un dilema moral innegable: ¿es ética y jurídicamente aceptable que una sociedad con altos grados de pobreza y victimización invierta un solo centavo en el futuro de quienes contribuyeron con esa pobreza y esa victimización?

Por indignante que parezca la pregunta, creo que es posible defender una respuesta afirmativa a partir de dos tipos de argumentos. Los primeros son de orden humanitario. Un esfuerzo social de inversión que represente salvar vidas y evitar tragedias me parece moralmente aceptable. Sobre todo cuando esa inversión reemplaza fondos públicos que tradicionalmente han ido a la guerra.

En segundo lugar, es necesario ver que la gran mayoría de los destinatarios no son otros que jóvenes de la Colombia profunda, olvidada y pobre, que fueron atrapados en esta guerra, algunos de ellos desde una temprana infancia. La indignación generalizada que resulta frente a los líderes de la guerrilla no debería dejar que nos llevemos por delante a un grupo de personas que, cuando dejen las armas, podrán ser más vulnerables que cualquiera. Nuestra historia lo ha demostrado.

Los otros argumentos son de orden pragmático, es decir, si sale a cuenta lo que se invierte con lo que se gana. El reto con las Farc no es distinto a los que ha vivido el mundo y los que hemos tenido en el pasado: que quienes salgan de este ejército transiten a la civilidad y no reciclen violencias. Si estas personas lo único que encuentran es rechazo, desprotección y amenaza de la sociedad que debería recibirlos, lo más probable es que usarán sus conocimientos y experiencia para ponerlos a las órdenes de quien mejores condiciones les ofrezca. Es más práctico y barato integrarlos ahora que vienen de un grupo con cierta formación política que en un posible futuro de delincuencia ordinaria motivada sólo por el dinero. Por eso es igualmente necesario fortalecer las posibilidades de que transiten a la política a partir de un partido que sea viable.

Por otro lado, a pesar de que la magnitud de los números asusta e indigna. Nada de esto es nuevo. Como sociedad hemos pagado con nuestros impuestos otros procesos de desmovilización, antiguos y vigentes, incluso otorgando montos superiores por persona, como lo ha hecho la política de desmovilización de paramilitares y guerrilleros durante la última década.

De manera similar, de larga data fondos públicos han subvencionado partidos y campañas políticas, incluyendo las de partidos que nos llevaron a cruentas guerras, como la denominada época de la Violencia, o de aquellos en cuyas filas militaron personas condenadas por aliarse con paramilitares.

Nada de eso es nuevo, revolucionario o, incuso, distinto. Lo nuevo, y que podría tener un carácter revolucionario si nos comprometemos con su construcción, es la esperanza de paz que hoy tenemos. Eso es lo que vamos a decidir el 2 de octubre.

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