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El lenguaje no es una representación perfecta del mundo. Las palabras no siempre tienen un sentido claro y con frecuencia no sabemos cómo nombrar lo que vemos.

El lenguaje no es una representación perfecta del mundo. Las palabras no siempre tienen un sentido claro y con frecuencia no sabemos cómo nombrar lo que vemos.

Eso no siempre es un problema; la literatura, el arte, el amor y la poesía, entre otras cosas, se nutren de esa falta de correspondencia entre realidad y lenguaje. La vida humana sería plana e insípida si no existiera eso que los lingüistas llaman polisemia (una palabra con varios significados) y que nos permite soñar e imaginar mundos distintos. Nada más molesto que conversar con alguien que interrumpe a cada paso la charla para señalar la definición oficial de las palabras. Una cierta dosis de ficción y mentira es necesaria para hacernos entender y poder conversar.
El arte de la retórica se vale justamente de eso. Un buen orador sabe que las cosas pueden ser dichas de muchas maneras y que cada auditorio tiene sus preferencias. No es lo mismo hablar del ser humano como un “cuerpo animado” que como un “alma encarnada”; o hablar de Napoleón como “el vencedor de Austerlitz”, que como “el prisionero de Santa Elena”. Siempre hay maneras distintas de decir lo mismo: un régimen militar puede ser presentado como una dictadura o como una revolución; un guerrillero como un terrorista o como un luchador por la justicia; un apretón de manos entre un presidente y un obrero puede ser explicado como una alianza popular o como una traición a la clase obrera. Esta misma semana, en Colombia, el general Navas, comandante de las Fuerzas militares, dijo que la paz era el resultado de la victoria militar, mientras que Piedad Córdoba, en cambio, dijo que la paz era un imperativo ético.
Pero el exceso de ficción y mentira también es malo y eso es lo que ocurre a veces en el mundo de la política. “Cuando las palabras pierden su sentido, los hombres pierden su libertad”, decía Confucio. El arte de la retórica se convierte entonces en el arte de la manipulación. Las palabras van por un lado y las cosas por otro. Joseph Goebbels, el célebre ministro de la propaganda nazi, decía lo siguiente: “A fuerza de repetir y con la ayuda de un buen conocimiento de la psiquis de las personas, debería ser posible probar que un cuadrado es de hecho un círculo. Después de todo, qué son ‘cuadrado’ y ‘círculo’ sino simples palabras. Y las palabras se pueden acomodar siempre hasta oscurecer aquello que ellas dicen”.
Ahora que se habla tanto de rehacer el gabinete ministerial, de elecciones y de reelecciones, habría que empezar por recomponer los nombres de los grupos, partidos y movimientos que hacen parte de nuestro espectro político, con el fin de que haya más correspondencia entre esos nombres y las ideas que van con ellos. Salvo los cristianos, aquí las identidades políticas son muy confusas: los verdes no tienen nada de verdes; el Partido de la U es un grupo informe en donde están los santistas y los opositores a Santos; Cambio Radical propone de todo menos un cambio radical; los liberales están llenos de conservadores y los conservadores de liberales; el llamado Puro Centro Democrático no es un centro sino una derecha pura y dura (tan claro como que el cuadrado no es un círculo) y en la izquierda hay demasiados nombres para agrupar (o desagrupar) a gente que piensa más o menos lo mismo (ahora que digo esto me doy cuenta de que por el lado de la derecha hay más nombres de partidos que ideas y por el lado de la izquierda es lo contrario, hay más ideas que nombres de partidos).
Un mínimo de coherencia entre el nombre del partido y sus ideas sería una buena manera de empezar a recuperar la credibilidad de los políticos.

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