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Los pobladores de los pueblos palafíticos de la Ciénaga Grande de Santa Marta le están reclamando a la justicia colombiana sus derechos a la alimentación y al agua, luego de años de vivir en medio de la una de las peores tragedias ambientales del país.

Los pobladores de los pueblos palafíticos de la Ciénaga Grande de Santa Marta le están reclamando a la justicia colombiana sus derechos a la alimentación y al agua, luego de años de vivir en medio de la una de las peores tragedias ambientales del país.

No debía tener más de 7 años cuando me crucé por primera vez con la idea de un pueblo palafítico —que está construido sobre un cuerpo de agua—. En uno de los libros más maravillosos que leí de niña, una estrella aturdida que le temía a la oscuridad se encontraba con un niño asustado que le temía al agua y vivía, nada más y nada menos, que en una ciénaga del Caribe.

La estrella que le perdió el miedo a la noche, escrito por Pilar Lozano, estaba además hermosamente ilustrado por Olga Cuéllar. Imposible olvidar las fantásticas imágenes del pueblo de Juanito, compuesto enteramente por casas construidas sobre palitos clavados en el agua. Los habitantes aparecían felices recostados en los techos mirando las estrellas, las mujeres colgaban la ropa en cuerdas extendidas entre casa y casa, y los niños en vez de salir a montar en bicicleta salían a montar en canoas con sus perros y gatos.

Durante mucho tiempo el mundo de ese niño permaneció en mis recuerdos mágico y lejano, como una fantasía. Y aunque no volví a oír nada sobre ese “mundo”, ni en el colegio ni en la universidad, de grande descubrí que en Colombia los pueblos palafíticos del Caribe sí existen. En el complejo lagunar de la Ciénaga Grande de Santa Marta se erigen tres poblaciones palafíticas: Nueva Venecia, Buenavista y Bocas de Aracataca. No es exagerado decir que la calidad de vida de estas comunidades se ha mantenido más o menos igual desde el siglo XIX. Y la realidad que un visitante puede encontrar allí es muy diferente a la de esa vida plácida y feliz del cuento —aunque igualmente sorprendente—.

Para llegar hasta el corregimiento de Nueva Venecia, una de esas tres poblaciones, hay que andar cerca de una hora en lancha desde Barranquilla, luego unos 40 minutos en moto taxi por el municipio de Sitio Nuevo y otra vez lancha. La población aparece en medio del agua bajo un sol inexorable que brilla como en un espejo y te hace entrecerrar los ojos. Las pupilas tardan un poco en acostumbrarse a la luz y en distinguir los colores de las más de 300 casas. Poco a poco van apareciendo sobre el agua una iglesia, un billar, un puesto de salud, una cancha de fútbol y una escuela. Se calcula que en este corregimiento viven más de 2.000 personas de las cuales 300 son menores de edad.

La vida en esta población no es fácil. Nueva Venecia aún no cuenta con servicio de acueducto ni alcantarillado y los pobladores deben recorrer cerca de 30 kilómetros en lancha para poder traer agua potable. Solamente hay electricidad gracias a la gestión de un político que andaba en campaña. Además, hace 17 años fueron víctimas de un ataque paramilitar y, como si fuera poco, de un tiempo para acá vienen sufriendo las consecuencias de un grave problema ambiental.

En los últimos años han tenido que lidiar con frecuentes mortandades de peces. Toneladas de lisas y mojarras han aparecido sin vida flotando en el agua de un momento a otro. La falta de mantenimiento y dragado de los canales y el aprovechamiento excesivo de los ríos para la agroindustria, entre otras cosas, ha afectado el balance de agua salada y dulce de la Ciénaga, así como la cantidad de oxígeno en el agua. Para un pueblo pesquero la disminución de cerca del 50% de su producción es muy grave.

Los pescadores de Nueva Venecia y Buenavista interpusieron el año pasado una tutela reclamando la protección de sus derechos a la alimentación y al agua, al trabajo y a la vida digna, entre otros, con el apoyo de Dejusticia y Uninorte. Denunciaron que 26 entidades públicas nacionales y locales no estaban cumpliendo con sus funciones para proteger este ecosistema, que constituye su hogar y del que han sacado desde siempre su sustento. La Ciénaga Grande de Santa Marta constituye uno de los ecosistemas tropicales más biodiversos y productivos de Colombia y para estas comunidades palafíticas significa el mundo entero. Su estilo de vida se ha moldeado en simbiosis con la Ciénaga. Sus casas están adaptadas para variar de altura según los cambios en los niveles del agua y los pobladores dicen que los niños aprenden a bogar antes que a caminar. Además, sus lazos como comunidad se entretejen en la transmisión e intercambio de saberes alrededor de la pesca y de la Ciénaga.

Después de la hora del almuerzo es común ver a los niños y niñas jugando por ahí en canoas y llantas aún con el uniforme puesto. Algunos adultos juegan dominó y cuelgan ropa, como en el cuento. La diferencia es que en la Ciénaga de la realidad la gente debe preocuparse por conseguir qué comer cuando los pescadores regresan a sus casas con las redes vacías. Muchas veces, me explican, los vecinos comparten sus provisiones entre ellos.

Aunque la Ciénaga fue declarada reserva de la Biósfera por la Unesco en 2000, y fue el primer humedal de Colombia en ser incluido en la Lista Ramsar —también conocida como la Lista de Humedales de Importancia Internacional— en 1998, hoy se encuentra muy deteriorada. Al pensar en las imágenes del cuento que atesoré en mi infancia pienso en el increíble desconocimiento que tenemos los citadinos de lo que pasa en el resto del país.

Hoy en día los pescadores se encuentran a la espera del fallo de la Corte Constitucional que seleccionó la tutela después de ser rechazada en primera y segunda instancia por el Tribunal Superior de Santa Marta y el Consejo de Estado. Lo cierto es que Nueva Venecia no es una ficción, aunque casi no salga en los medios. Y la gente que vive en las poblaciones palafíticas de Colombia debería poder vivir feliz, con agua potable y alcantarillado, con dignidad, sin hambre y sin miedo.

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