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Luis Fernando Arias

El Consejero Mayor de la ONIC, Luis Fernando Arias, falleció el 14 de febrero a causa del Covid-19. | Leonardo Muñoz, EFE

La mejor forma de honrar la memoria de todas las grandes personas que esta terrible pandemia nos ha arrebatado, como Luis Fernando Arias, Ángela Salazar o el profe Abel, es mantener vivas sus esperanzas y sus luchas por la educación, los derechos, la paz y una genuina democracia pluricultural.

La mejor forma de honrar la memoria de todas las grandes personas que esta terrible pandemia nos ha arrebatado, como Luis Fernando Arias, Ángela Salazar o el profe Abel, es mantener vivas sus esperanzas y sus luchas por la educación, los derechos, la paz y una genuina democracia pluricultural.

La temprana muerte de Luis Fernando Arias, líder kankuamo y consejero mayor de la ONIC (Organización Nacional Indígena de Colombia), no solo es un golpe muy fuerte para todos los pueblos indígenas del país, pues los priva de un dirigente lúcido, carismático y aún muy joven; es igualmente un golpe para Colombia, porque la pandemia nos quitó a uno de los luchadores más visionarios y corajudos a favor de una democracia pluricultural genuina y en paz, en que los pueblos indígenas, los afros y el campesinado tengan el lugar justo y digno que les corresponde. Por eso no solo los pueblos indígenas perdieron a su consejero mayor, nosotros también, en cierta forma.

Tuve el honor de compartir con Luis Fernando muchos momentos, pues en Dejusticia hemos intentado apoyar varias de sus luchas, que también entendemos como nuestras. Me impresionaron múltiples cosas.

Como tantos indígenas, padeció en carne propia el conflicto armado y tuvo que enfrentar situaciones muy duras por las terribles agresiones que su pueblo kankuamo ha sufrido. En agosto de 2001, su abuelo Salomón Rafael Arias fue asesinado; tres años después, en agosto de 2004, mataron a su tío, Freddy Antonio Arias.

Como víctima del conflicto armado, Luis Fernando hizo parte de una de las cinco delegaciones en la mesa de La Habana, donde 60 víctimas les expresaron en forma directa a los representantes de las Farc y del Estado sus dolores y exigencias. Este fue uno de los momentos más emotivos y decisivos de las negociaciones, como lo reconocen todos sus participantes, pues mostró que la única paz éticamente admisible era una que respetara los derechos de las víctimas, como lo fue finalmente la paz acordada.

La Universidad Nacional, la ONU y la Iglesia católica acompañaron a esas delegaciones, por lo cual pude escuchar las palabras de Luis Fernando en esa sesión confidencial en La Habana. Me impresionó su capacidad de evitar que el terrible dolor personal sufrido se convirtiera en odio o resentimiento. Él, como lo han hecho muchas otras víctimas, transformó su sufrimiento en un reclamo robusto pero sereno de paz y justicia, para que otros no padecieran las mismas violencias. Luis Fernando fue entonces decisivo para que el Acuerdo de Paz incorporara un capítulo étnico que, como lo ha dicho la ONIC, es único en su género y guía “el diálogo entre pueblos étnicos en torno a la esperanza de una paz completa y duradera”.


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Por eso, sin olvidar las injusticias sufridas, Luis Fernando no destilaba amargura sino todo lo contrario: una combinación de ironía, humor y lucidez. Recuerdo que hicimos parte de una delegación de la sociedad civil en la ONU para presentar propuestas sobre la misión de verificación para la implementación del Acuerdo de Paz. Luis Fernando bromeaba diciendo que si nos encontrábamos con Ban Ki-moon lo retaría a ver quién representaba más pueblos: si él, como consejero mayor de la ONIC y de los 102 pueblos indígenas en Colombia, o Ban Ki-moon, como secretario general de la ONU. Era su forma de enfatizar que la profunda riqueza étnica y cultural del país debía ser aprovechada y potenciada, no destruida.

La mejor forma de honrar la memoria de todas las grandes personas que esta terrible pandemia nos ha arrebatado, como Luis Fernando Arias, Ángela Salazar o el profe Abel, es mantener vivas sus esperanzas y sus luchas por la educación, los derechos, la paz y una genuina democracia pluricultural, que es en el fondo la misma apuesta del Acuerdo de Paz y de la Constitución de 1991, cuyos 30 años celebraremos en pocos meses.

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