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Cambio climático

¿Qué habría pasado, por ejemplo, si el alcalde se hubiera tomado el trabajo de explicar las razones del Jardín Botánico y escuchar a la ciudadanía antes de mandar las motosierras? | Archivo

El round sobre los árboles bogotanos muestra que, en Colombia, los magos y los profetas estamos enredados en un diálogo de sordos, en un campeonato de dardos.

El round sobre los árboles bogotanos muestra que, en Colombia, los magos y los profetas estamos enredados en un diálogo de sordos, en un campeonato de dardos.

El duro intercambio por redes sociales entre Peñalosa y los bogotanos alarmados por la tala de árboles en que se ha embarcado el alcalde me trajo a la mente uno de los libros más útiles para entender los debates ambientales: El mago y el profeta, de Charles Mann. En el fondo, lo que hay en los conflictos ambientales en Bogotá —sobre los árboles o la reserva Van der Hammen— y en el resto del país y el mundo —sobre la minería o el cambio climático— son dos visiones encontradas sobre cómo resolver los problemas del planeta.

De un lado están los magos: los tecnócratas y tecno-optimistas como el alcalde, los científicos del Jardín Botánico y muchos otros convencidos de que la ciencia y la tecnología tienen la respuesta. Su magia es doble, como explica Mann. Radica en el poder que evidentemente ha tenido el conocimiento científico para mejorar la condición humana, y en la fe que profesan en que el mismo camino nos llevará a las soluciones para los nuevos dilemas.

El mago arquetípico fue Norman Borlaug, el agrónomo cuyos descubrimientos genéticos multiplicaron el rendimiento de los cultivos durante la Revolución Verde, evitaron millones de muertes por hambre y le valieron el Premio Nobel de Paz. Los magos contemporáneos están no sólo en las ciencias duras, sino en movimientos ecomodernistas que confían en que la cura para el cambio climático está en alguna forma de geoingeniería.

Del otro lado están los profetas, como los llama Mann. Son (somos) los ambientalistas herederos de personajes como William Vogt, quien acuñó la idea de que el planeta tiene límites y que su “capacidad de carga” ha sido desbordada por el consumismo, la sobrepoblación y la depredación humanas. La profecía hoy es aún más urgente que en tiempos de Vogt: si seguimos talando árboles, quemando combustibles fósiles, arrojando plásticos al océano, no hay tecnología que vaya a salvar al Homo sapiens y al planeta incandescente. Lo que se necesita es una combinación de cambios profundos de estilo de vida y políticas de conservación y restauración de los ecosistemas en riesgo.

Detrás de estas posiciones hay visiones distintas del cambio social. Para los tecnócratas, el cambio debe venir desde arriba, desde los que saben. Esa convicción es la que trasluce en las posiciones de Peñalosa y parte de la comunidad científica, acompañada de cierta dosis de arrogancia de los expertos, incluyendo algunos ecólogos que subestiman la participación ciudadana en asuntos como las consultas mineras. Los profetas tienden a descreer, a veces desmedidamente, de las soluciones tecnológicas y a pensar que el cambio debe venir desde abajo, de las prácticas y el conocimiento locales.

El round sobre los árboles bogotanos muestra que, en Colombia, los magos y los profetas estamos enredados en un diálogo de sordos, en un campeonato de dardos. La mezcla de arrogancia de los magos y suspicacia inveterada de los profetas no nos va a llevar muy lejos. Hay que buscar espacios intermedios. ¿Qué habría pasado, por ejemplo, si el alcalde se hubiera tomado el trabajo de explicar las razones del Jardín Botánico y escuchar a la ciudadanía antes de mandar las motosierras?

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