Mala memoria y buen juicio
Dejusticia junio 20, 2020
Tal vez no deberíamos desvelarnos por el olvido de lo que aprendemos. Es algo inevitable y con la creciente caducidad de la información, es algo que tiende a agravarse. | PatricK Tomasso en Unsplash
Los profesores se han vuelto casi irrelevantes porque sus alumnos, con acceso a internet, pueden saber más que ellos. Ya no tiene sentido que sigan repitiendo lo que ya está escrito; lo que tienen que hacer es enseñar a pensar.
Los profesores se han vuelto casi irrelevantes porque sus alumnos, con acceso a internet, pueden saber más que ellos. Ya no tiene sentido que sigan repitiendo lo que ya está escrito; lo que tienen que hacer es enseñar a pensar.
A veces me salta la preocupación de estar aprendiendo menos de lo que mi memoria va perdiendo. Si leo un libro esta semana, pienso en los cientos de páginas que, en estos días, han desaparecido de mi radar cerebral. Desde hace algunos años compro libros que ya había comprado y, peor aún, tomo algún libro de mi biblioteca que llama mi atención y cuando lo empiezo a leer descubro, en sus páginas, mis subrayados y mis comentarios.
Mi preocupación se agranda cuando pienso en la actual caducidad del conocimiento. El 90 % de todos los datos recolectados en toda la historia de la humanidad se han producido en los últimos tres años y cada vez se necesita menos tiempo para que una idea o un dato se vuelva obsoleto. La información crece de manera exponencial mientras su supervivencia disminuye. Según Niklas Goke, en los años 60, en los Estados Unidos, los conocimientos de un ingeniero quedaban obsoletos en diez años; hoy esto ocurre en cinco años y, en algunas áreas de tecnología, en dos años. Un diploma de maestría actual puede valer lo que valía un diploma de bachillerato hace 50 años. Cada vez dedicamos más tiempo a estudiar, y al paso que vamos, tendremos que pasar dos terceras partes de la vida encerrados en salones de clase antes de poder salir a trabajar.
Pero eso no va a ocurrir. Lo que pasará, que ya está pasando desde hace años, es que la manera de aprender cambiará. En lugar de absorber información, lo que haremos es aprender a aprender: a seleccionar la información pertinente, a valorarla, interpretarla, confrontarla y aplicarla. Los profesores se han vuelto casi irrelevantes porque sus alumnos, con acceso a internet, pueden saber más que ellos. Ya no tiene sentido que sigan repitiendo lo que ya está escrito; lo que tienen que hacer es enseñar a pensar. Esta no es tarea fácil. Lo más cómodo para un profesor es recitar lo que ya se sabe. Inculcar la curiosidad, el sentido crítico, la duda y el amor por el conocimiento es algo mucho más difícil, que requiere de preparación y sofisticación. Abundan los profesores chapuceros que quieren cambiar, pero que, al no estar preparados, terminan poniendo a los alumnos en el peor de los mundos posibles: sin información y sin formación.
Venimos de una tradición educativa que le da un peso excesivo a la información, en la que los profesores se limitan a enseñar las doctrinas, los cánones, las leyes o los principios que componen una disciplina. Hay otras tradiciones, en cambio, a las que les importan menos esas generalidades que el cultivo de la curiosidad intelectual y el aprendizaje de un método para seleccionar y analizar información; es decir, para seguir aprendiendo. Esa es la diferencia entre, por ejemplo, un profesor de física, en un colegio, que pone a sus alumnos a recitar un conjunto de leyes y otro que se inventa experimentos en el salón para que los alumnos descubran esas leyes, se emocionen con esos hallazgos y quieran saber más.
Tal vez no deberíamos desvelarnos por el olvido de lo que aprendemos. Es algo inevitable y con la creciente caducidad de la información, es algo que tiende a agravarse. No deberíamos preocuparnos tanto por saber, sino por la calidad de lo que sabemos. Eso es aprender a ser inteligente, lo otro es aprender a estar enterado. La mente hay que formarla, no llenarla con datos. Por lo demás, este puede ser un asunto apremiante, pero no es un asunto nuevo. Ya lo decía La Rochefoucauld en el siglo XVIII: “Todo el mundo se lamenta de su mala memoria, pero pocos se lamentan de su mal juicio”.