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Supongamos que el procurador Ordóñez gana las próximas elecciones presidenciales (los dioses no lo permitan) y que lo hace con un programa de gobierno que promete restaurar la moral, la tradición y la familia. Supongamos que, en desarrollo de ese programa, Ordóñez prohíbe el consumo de alcohol. Muchas cosas cambiarían: cerrarían las fábricas de licores y se acabarían las importaciones de whisky; las rumbas se harían sin trago, etc. ¡Ah!, y claro, muchos violarían la norma, con lo cual prosperarían los mercados negros.

Supongamos que el procurador Ordóñez gana las próximas elecciones presidenciales (los dioses no lo permitan) y que lo hace con un programa de gobierno que promete restaurar la moral, la tradición y la familia. Supongamos que, en desarrollo de ese programa, Ordóñez prohíbe el consumo de alcohol. Muchas cosas cambiarían: cerrarían las fábricas de licores y se acabarían las importaciones de whisky; las rumbas se harían sin trago, etc. ¡Ah!, y claro, muchos violarían la norma, con lo cual prosperarían los mercados negros.

Supongamos que el procurador Ordóñez gana las próximas elecciones presidenciales (los dioses no lo permitan) y que lo hace con un programa de gobierno que promete restaurar la moral, la tradición y la familia. Supongamos que, en desarrollo de ese programa, Ordóñez prohíbe el consumo de alcohol. Muchas cosas cambiarían: cerrarían las fábricas de licores y se acabarían las importaciones de whisky; las rumbas se harían sin trago, etc. ¡Ah!, y claro, muchos violarían la norma, con lo cual prosperarían los mercados negros.

Pero supongamos que, a pesar de todas esas dificultades, Ordóñez y sus exaltados logran imponer la prohibición y que después de muchos años, cuando su régimen de terror moral empieza a debilitarse, los ciudadanos organizan una marcha pacífica para defender la legalización del alcohol.

¿Quiénes saldrían a marchar? Probablemente algunos borrachines, alimentados por el mercado negro; pero la grandísima mayoría de los manifestantes estaría compuesta por consumidores recreativos: el señor que se tomaba su whisky todos los días antes de comer, el joven universitario que salía a rumbear los viernes por la noche, el tendero que se tomaba sus cervezas el sábado por la tarde y muchos más; quizás usted mismo, estimado lector, y yo, por supuesto, como parte de los millones de personas que bebemos alcohol por placer, de tanto en tanto y sin que ello perjudique (tal vez al contrario) nuestro desempeño familiar, profesional o social.

Si me invento todo este escenario no es porque crea que puede ocurrir (aunque ya tengamos al protagonista de la película), sino porque me parece que imaginar este ejemplo raro (un contrafáctico, como dicen los científicos sociales) permite analizar mejor lo que está ocurriendo hoy, 4 de mayo, con la llamada Marcha Global de la Marihuana (GMM, por su sigla en inglés).

Mi impresión es que esta movilización se parece mucho a la marcha imaginaria por la liberación del consumo de alcohol. Más que marchas para defender los derechos de una minoría adicta, estas son marchas para defender la libertad del consumo recreativo. La GMM no es una movilización por la defensa de los derechos de unos cuantos marihuaneros, sino por la defensa de un modelo de sociedad en donde se pueda fumar marihuana en los mismos términos que se bebe alcohol.

Me dirán que la despenalización aumentaría la oferta y con ella la demanda de drogas. Pero la evidencia empírica obtenida en países que han despenalizado el consumo (Portugal, Holanda) sugiere lo contrario. La liberación diversifica la oferta, pero no por ello aumenta la demanda, de la misma manera como la oferta de, digamos, jugo de corozo no necesariamente aumenta el consumo de jugos.

Hay una verdad que hoy ya pocos controvierten: la marihuana es menos dañina que el alcohol; pero el alcohol legal es menos dañino que la marihuana prohibida. ¿Acaso se necesitan más razones para despenalizar su uso? Una persona tiene derecho a hacerse daño, incluso a hacerse daño de manera estúpida. Lo que no parece admisible es que una sociedad tenga derecho a esa misma estupidez, haciendo lo que no sirve y produciendo más daño del que intenta remediar.

Ojalá no tengamos que pasar por el terrible experimento de un restaurador moral para darnos cuenta de que la libertad bien administrada es menos costosa que la prohibición mal concebida.

Post scríptum: la posesión solapada del magistrado Alberto Rojas es indignante y desalentadora. Luego escribiré de eso.

De interés: 

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