Meditar
César Rodríguez Garavito noviembre 21, 2014
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Alguna vez escribí una defensa de la concentración silenciosa, tan apocada en un mundo de distracciones incesantes.
Alguna vez escribí una defensa de la concentración silenciosa, tan apocada en un mundo de distracciones incesantes.
Pero no intuía el extremo al que iba a llegar nuestra hiperestimulación: preferimos infligirnos choques eléctricos antes que estar con nosotros mismos, según un estudio publicado en Science.
¿Choques eléctricos? Así es: 67% de los hombres y 25% de las mujeres que participaron en el experimento encontraron insoportable estar en silencio por 10 minutos, sin mirar el celular, el torrente de tuits o la última foto en Facebook. Los investigadores, maliciosos, les habían puesto a la mano un aparato de descargas eléctricas como única distracción posible. Y vieron asombrados cómo sus sujetos escogían hacerse daño antes que no hacer nada; el dolor físico de los choques, en lugar del dolor existencial de la contemplación.
Es la angustia —y la pérdida— de la sociedad digital, encapsulada en el bombardeo de imágenes y noticias que desfilan en las múltiples pantallas, como si fueran intercambiables: los 43 estudiantes quemados vivos en Iguala, las fotos inverosímiles de Kim Kardashian, Putin sin camisa, Malala premio nobel y Sucre-reina-nacional-de-la-belleza. Es el yugo de la coyuntura, de la comunicación sin pausa.
De ahí que tengamos cada vez más formas de comunicarnos, pero cada vez menos cosas por decir, como sentenció Thoreau, que sí tenía muchas. “Escasamente tenemos tiempo para darnos cuenta del poco tiempo que tenemos”, apuntó hace un par de años el escritor Pico Iyer en ese manifiesto contracultural que es El goce del silencio.
Por eso muchos buscan, buscamos, algún espacio de quietud. Por ejemplo, la meditación y el yoga han salido de sus moldes culturales originales para devolverles a espíritus frenéticos alrededor del mundo la facultad de concentrarse y, literalmente, respirar profundo.
Los beneficios personales de las prácticas meditativas ya han sido bien documentados. Van desde el alivio del estrés hasta el fortalecimiento de la memoria, pasando por la capacidad renovada de entablar relaciones de empatía con los demás, según otro estudio difundido por Scientific American.
La distracción individual tiene su contracara colectiva. Creo que una razón poderosa que impide solucionar nuestros dilemas urgentes —la paz o la salud, la corrupción o el medio ambiente— es que nunca nos concentramos en ninguno en particular. El intervalo de atención de nuestra esfera pública es la de un adolescente de 15 años. Políticos, periodistas, analistas y ciudadanos saltamos de un tema a otro como zapeando entre canales de televisión.
Como en la vida personal, lo que falta en la colectiva son espacios concentrados de discusión y reflexión. Por ejemplo, audiencias públicas para deliberar sobre los efectos ambientales de un proyecto minero, o comités de expertos con participación ciudadana para decidir cuáles tratamientos cubre el sistema de salud y cuáles no. Pueden ser complicados y tensos. Pero menos que la confusión en que vivimos.
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