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CADA CUATRO AÑOS, LUEGO DE LA elección presidencial, los colombianos participamos en una especie de rito colectivo de renovación de la esperanza.

CADA CUATRO AÑOS, LUEGO DE LA elección presidencial, los colombianos participamos en una especie de rito colectivo de renovación de la esperanza.

CADA CUATRO AÑOS, LUEGO DE LA elección presidencial, los colombianos participamos en una especie de rito colectivo de renovación de la esperanza.

Ese rito es algo así como un memorial de agravios al revés; no consiste en protestar por el mal gobierno sino en soñar con las maravillas que vendrán cuando el nuevo presidente se posesione. Cada cual dibuja en su mente al gobernante bueno, al país moderno y a la sociedad pujante que tendrá lugar a partir del 7 de agosto. Pues bien, en sintonía con ese rito nacional, aquí digo lo mío: yo simplemente espero que el nuevo presidente se comporte como un verdadero jefe de Estado y voy a explicar por qué.

En los últimos años los colombianos tuvimos una guerra a tres bandas: con dos organizaciones criminales que se enfrentaron a un Estado legítimo, pero con una sola de ellas que quería reemplazarlo. La nuestra ha sido una guerra entre un Estado, una organización armada ilegal subversiva y otra también ilegal, pero que defiende el statu quo (o por lo menos que dice defenderlo). Si tenemos en mente los objetivos que persiguen ambas organizaciones podemos decir que una de ellas es disfuncional al Estado, es decir se le opone, mientras que la otra es funcional al Estado, es decir, lo apoya.

El presidente Uribe puso toda su energía de gobernante —que no es poca— en atacar al grupo ilegal disfuncional y fue relativamente débil con el grupo ilegal funcional. Es muy probable que la propia situación de víctima del presidente Uribe, cuyo padre fue asesinado por la guerrilla, haya incidido en esta opción política. Eso puede explicar su sesgo antiguerrillero, pero no creo que lo justifique. Si ambos grupos armados son ilegales y no dudan en utilizar el terrorismo, deben ser perseguidos con la misma firmeza por parte del Gobierno. Es difícil no ver en la tolerancia relativa del Gobierno con los paramilitares una especie de estrategia militar que consistió en combinar todos los medios de lucha, legales e ilegales, para lograr la victoria final contra la guerrilla. Más aún, algunos tribunales internacionales han visto en los paramilitares el brazo armado ilegal que el Estado colombiano ha tenido en algunas regiones del país.

Si esta fuera una guerra internacional entre tres Estados, el acercamiento entre dos de ellos para derrotar al tercero no tendría nada de extraño. Pero la nuestra es una guerra entre el Estado legítimo y dos organizaciones criminales frente a las cuales el Estado debe tomar la misma distancia y repeler con igual fuerza. No hay razón para que los terroristas que tienen objetivos supuestamente funcionales al Estado terminen siendo vistos como menos repudiables que aquellos que tienen objetivos opuestos al Estado.

La tolerancia del Gobierno con los paramilitares, incluso de manera táctica y circunstancial, es algo no sólo inaceptable desde el punto de vista legal, sino algo contraproducente: profundiza las viejas heridas nacionales, reproduce los odios, escamotea la memoria colectiva, dificulta la reconciliación y, por todo eso, perpetúa, en el largo plazo, la violencia.

Así pues, a mi juicio, en Colombia necesitamos un presidente que se comporte como un jefe de Estado y no como un caudillo vengador. Un presidente que confronte por igual a todos los actores armados; que tenga la misma consideración por todas las víctimas del conflicto y que respete la Constitución y las decisiones judiciales. A eso se reduce mi memorial de ilusiones con la llegada del nuevo presidente.

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