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Según un conocido dicho popular, las sociedades tienen los gobiernos que se merecen y, por extensión, las costumbres y los políticos que se merecen.

Según un conocido dicho popular, las sociedades tienen los gobiernos que se merecen y, por extensión, las costumbres y los políticos que se merecen.

Hay algo de cierto y algo de falso en ese dicho. Lo cierto es que la política es, en alguna medida, reflejo de la cultura y del desarrollo económico de los países. Lo falso es que la suerte no está totalmente echada, como sugiere el dicho, sino que también depende de la calidad de los líderes, del buen diseño institucional y, claro, del azar.
Así las cosas, no siempre los países se merecen la clase política que tienen, bien sea porque es demasiado buena (cosa rara) o porque es demasiado mala, que es lo que ocurre en Colombia.
El nivel de desarrollo económico y cultural de este país da para tener costumbres políticas mejores. Lo que tenemos es, como dice otro dicho, menos de “lo que da la tierra”. Hace cincuenta años Colombia era un país rural, católico, pobre y con un Estado enclenque. Hoy, más del 70% de la población es urbana, el Producto Interno Bruto se ha duplicado, el Estado se ha fortalecido y la esperanza de vida ha subido casi diez años. De otra parte, el desarrollo económico ha traído consigo grandes cambios culturales: las mujeres se han emancipado de sus maridos, los homosexuales son vistos como gente normal, el divorcio ya no es un pecado, las víctimas tienen derechos y los párrocos ya no formatean la conciencia de los creyentes. Son cambios parciales, que pueden ser ambivalentes e incluso a veces vacilantes, pero no por eso son menos reales y significativos.
El problema es que la clase política no refleja esos cambios. Se acabó el bipartidismo, pero quienes manejan las riendas del sistema son los mismos, con las mismas mañas clientelistas y la misma vacuidad e insulsez de sus ideas. Hay excepciones, por supuesto, pero, en términos generales, lo que sorprende es la increíble permanencia de las estructuras tradicionales de la política colombiana.
A pesar de todo, el futuro no pinta tan mal. Los cambios económicos y culturales parecen inevitables (no hay que olvidar el azar) y contribuirán a formar una nueva ciudadanía, cada vez más respetuosa de la legalidad, más igualitaria, más defensora de lo público y más tolerante con las diferencias. De hecho, esa ciudadanía ya existe y se expresó en buena parte de las votaciones que obtuvieron Antonio Navarro en 2002, Carlos Gaviria en 2006 y Antanas Mockus en 2010.
Creo, además, que mi colega Álvaro Forero Tascón tiene razón en su columna de esta semana cuando dice que el voto en blanco es una expresión del mismo fenómeno. Sin embargo, también creo que una buena parte de quienes simpatizan con esta iniciativa finalmente votarán mañana por un buen candidato y ello en vista de los efectos contraproducentes que tiene el voto en blanco: hace repetir la elección con los que superan el umbral; con lo cual salen las minorías y vuelven a ganar los mismos (artículo 258 de la Constitución). Otra cosa es la elección uninominal, en donde el voto en blanco sí podría, eventualmente, darle una zarandeada al establecimiento político.
Hay muchas cosas importantes que se van a decidir en el próximo Congreso (la paz y la elección de siete magistrados de la Corte Constitucional, entre otras), demasiadas cosas para dejarlas en las manos de los políticos de siempre. Por eso mañana hay que votar por un buen candidato. Pero no sólo por eso, sino también porque, como digo, nos merecemos unas mayorías políticas mejores y porque lo que tenemos es menos de lo que da la tierra.

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