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La pandemia ha despertado, o fortalecido, muchos sentimientos empáticos. | EFE/ Ana Márquez

Es muy posible que esta pandemia no cambie el mundo de la noche a la mañana. Pero cambiará las simpatías de la gente, sus intereses y sus gustos, sin importar nacionalidades o culturas.

Es muy posible que esta pandemia no cambie el mundo de la noche a la mañana. Pero cambiará las simpatías de la gente, sus intereses y sus gustos, sin importar nacionalidades o culturas.

Algunos han visto en esta pandemia un mensaje divino (una orden quizás) que nos debería llevar a cambiar nuestro comportamiento. Otros creen en algo así, un mensaje, pero enviado por la Madre Naturaleza. Nada de esto es cierto: lo más probable es que Dios no exista y si existiera no se ocuparía de nosotros. La naturaleza, por su parte, no tiene un alma, ni está guiada por un propósito. Pero tampoco creo que tengan razón los que sostienen lo opuesto; es decir, que nada va a pasar, que esta es una tragedia como tantas y que las fuerzas sociales y políticas volverán a su inexorable curso. Esta es una situación demasiado perturbadora como para que no pase nada después.

No es fácil, eso sí, que las cosas cambien. Si bien el capitalismo global se ha convertido en un gran factor de inequidad social y en un desastre para el medio ambiente, cambiarlo (no hablo de sustituirlo) es muy difícil: el libre mercado está demasiado generalizado alrededor del mundo, es muy exitoso en innovación y tecnología (que le dan confort a la gente) y no existe un modelo alternativo.

Pero también es cierto que las grandes tragedias afectan los balances emocionales de la gente, sus valores y sus gustos, y eso sí produce cambios. Muchos de los sobrevivientes de enfermedades terribles suelen cambiar radicalmente su modo de vida cuando se alivian. Con los países puede pasar algo similar; después de una guerra o de una pandemia, la gente empieza a sentir distinto, a cambiar sus prioridades, sus deseos, su concepción de lo justo y de lo bueno. Eso fue lo que pasó en la crisis de 1929: el hambre de millones de personas cambió la sensibilidad de la mayoría de la población e hizo que los ricos estuvieran dispuestos (o se vieran forzados) a hacer cosas que nunca antes habían aceptado, como pagar impuestos altos y dejar que el Estado regulara sus negocios. La población, por su lado, aceptó que el Estado tuviera poderes extraordinarios para intervenir en la sociedad, lo cual era visto antes como despotismo. Estos cambios crearon en Europa y los Estados Unidos sociedades más justas, con una clase media ampliada y con un Estado autónomo y proveedor de bienes públicos. Claro, después vino el nazismo. Nada está asegurado; todo depende de lo que hagamos.

La pandemia ha despertado, o fortalecido, muchos sentimientos empáticos: con la gente que ha perdido su trabajo, con los médicos y las enfermeras que asisten a los infectados, con los científicos que buscan explicaciones y soluciones, con los animales que han salido por todas partes aprovechando nuestro encierro, con algunos millonarios que han donado grandes cantidades de dinero, con los viejos que están en peligro, con la gente que hace trabajo humanitario, con los artistas que nos entretienen en el encierro, con los vecinos del barrio y del resto del mundo que vemos en la misma situación, con el sistema internacional de salud, e incluso con los gobernantes, sin importar de qué partido son.

Es muy posible que esta pandemia no cambie el mundo de la noche a la mañana. Pero cambiará las simpatías de la gente, sus intereses y sus gustos, sin importar nacionalidades o culturas. El impacto emocional será global y relativamente homogéneo, y ahí puede estar la semilla de nuevos movimientos sociales que, conectados globalmente y sin pasar por los vericuetos de los sistemas políticos nacionales, encuentren la manera de incidir en los grandes poderes del mundo.

Así pues, aquí no hay mensajes del más allá, sino fuerzas internas, sentimientos que, si se sintonizan bien, podrían cambiar muchas cosas.

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