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Drogas, Colombia

afirmar categóricamente que las drogas legales son menos nocivas para la salud de los individuos y para el bienestar de la sociedad que las ilegales carece de sustentos técnicos y científicos.   | Cézaro de Luca, EFE

Veinticinco años, siete presidentes y múltiples reformas legislativas después, la política de drogas de Colombia se ha distanciado de la filosofía de la Corte Constitucional del 94.

Veinticinco años, siete presidentes y múltiples reformas legislativas después, la política de drogas de Colombia se ha distanciado de la filosofía de la Corte Constitucional del 94.

El cinco de mayo de 1994 la Corte Constitucional expidió la sentencia C-221, por medio de la cual se despenalizó el porte y el consumo de la dosis personal de estupefacientes. En dicha ocasión, la Corte declaró contrario a la Constitución el artículo 51 de la ley 30 de 1986, estatuto nacional de estupefacientes, en donde se consagraban penas de prisión hasta de un año y tratamiento forzado para las personas que fueran sorprendidas portando menos de veinte gramos de marihuana o uno de cocaína.

Veinticinco años, siete presidentes y múltiples reformas legislativas después, la política de drogas de Colombia se ha distanciado de la filosofía de la Corte Constitucional del 94.

Hoy en día, con iniciativas de la Fiscalía tales como el proyecto de ley 060 de 2018, en donde tener dinero sencillo funciona como forma para diferenciar a un traficante de un consumidor, pareciera que los gobiernos se ensañan en revitalizar el enfoque prohibicionista cuyo fracaso ha sido reconocido por la academia e incluso, más recientemente por la Alta Comisionada para los derechos humanos de la ONU.

En su momento, la votación de la sentencia fue de cinco votos a favor de terminar con la penalización vs. cuatro para continuarla. La decisión mayoritaria de la Corte se basó en que el consumo de drogas se desarrolla en la intimidad del sujeto, una esfera en la cual el derecho no puede intervenir, puesto que decidir sobre lo bueno y lo malo, sobre el rumbo de la propia vida es una parte esencial de la autonomía y la dignidad humana, que no puede tener limitaciones, salvo que se produzcan afectaciones concretas a los demás sujetos. Entonces, cualquier ley o decreto que penalizara esta conducta u ordenara tratamientos forzados resultaba contraria a la Constitución Política de 1991.

Algunos de los argumentos de los magistrados que querían continuar con las penas de prisión y el tratamiento forzado para los consumidores de drogas se basaban en que: 1) cualquier tipo de consumo lleva a la autodestrucción del individuo 2) no pueden equipararse los efectos personales y sociales de las drogas lícitas (alcohol y tabaco) con los de las ilícitas (marihuana, cocaína, entre otras) y 3) el consumo de drogas es un acto lesivo contra el bien común y atenta contra el interés general, por lo que no se encuentra comprendido dentro del derecho al libre desarrollo de la personalidad.

En las conversaciones cotidianas que tienen los colombianos respecto al tema, los argumentos de ambas posiciones son muy similares a los que esbozaron los magistrados en su momento.

Veinticinco años después, esta columna pretende retomar los argumentos de los magistrados que votaron por mantener la penalización de la dosis personal, con el objetivo de mostrar cómo estaban cargados de imprecisiones y de falta de información.

En primer lugar, no todos los consumos de drogas llevan a la autodestrucción del individuo. Actualmente, en el caso del cannabis o marihuana existen dos categorías de consumo: el uso medicinal y el recreativo.

El primer tipo de consumo está relacionado con las personas que padecen enfermedades, tales como el glaucoma o la epilepsia, para las cuales los compuestos activos del cannabis pueden ser beneficiosos. En virtud de esta situación, en el año 2017, se expidió el decreto 613, por medio del cual se reglamenta el acceso al uso médico y científico del cannabis en nuestro país.

Por otro lado, dada la poca afectación que el uso responsable de la planta genera en la salud pública, en Uruguay, Canadá y en 8 estados de los Estados Unidos se reguló la producción y comercialización de cannabis para uso recreativo que puede ser cotidiano, habitual o problemático.

De estos tres solo el último requiere tratamiento y según el Informe Mundial sobre las drogas de las Naciones Unidas contra las drogas ilícitas de 2018, sólo el 11,27 por ciento de la totalidad de los consumidores de drogas presenta usos problemáticos. Entonces, es claro que no todo consumo de drogas ilícitas resulta lesivo para el individuo.

En segundo lugar, según los magistrados que salvaron voto, no puede equipararse los efectos de las drogas legales u otros bienes que pueden tener efectos negativos en la salud, como las grasas saturadas, con las drogas ilegales.

En el 2010, un artículo publicado en el diario médico The Lancet, evaluó los impactos que las drogas —legales e ilegales— tenían en la personas que las consumían y en el contexto en el cuales estas vivían.

Para ello, los investigadores establecieron una escala de 1 a 100 en donde se valorarían factores tales como: el riesgo de sobredosis, la cantidad de muertes indirectas relacionadas con el consumo, la dependencia, la ruptura de vínculos familiares, el crimen relacionado y los costos económicos que representaba para el Estado el tratamiento de enfermedades relacionadas al consumo o a la propia adicción. Con estos criterios, un grupo de 20 expertos en la materia le asignaría un puntaje total a cada una.

Fuente: Drug harms in the UK: a multicriteria decision analysis. David Nutt, Leslie King and Lawrence Phillips. The Lancet, 2010.

 

Según este análisis, la droga que más daño causa, tanto al individuo como a la sociedad, es el alcohol, con una valoración de 72/100, el tabaco es el sexto en la lista, causa más daños que la marihuana y sólo es un poco menos nocivo que la cocaína.

El anterior gráfico, que recoge información de la DEA, del Instituto Nacional Para el Abuso de drogas y el Centro para el control y prevención de enfermedades de los Estados Unidos (NIDA y CDC respectivamente por sus siglas en inglés) muestra la cantidad de muertes directas por el consumo de drogas en los Estados Unidos en el año 2015.

Su principal conclusión es que la droga más mortal, aun teniendo en cuenta los avances para limitar su publicidad y sus altos impuestos, es el tabaco. Así mismo, no se reporta ninguna muerte por el uso de la marihuana.

Por ende, afirmar categóricamente que las drogas legales son menos nocivas para la salud de los individuos y para el bienestar de la sociedad que las ilegales carece de sustentos técnicos y científicos.

El último argumento está relacionado con que el consumo de drogas es una acción que supera la esfera personal y en consecuencia debe ser objeto de regulación estatal mediante la prisión y el tratamiento forzado de los consumidores.

En la sentencia nunca se explica cómo el consumo personal de drogas afecta a los demás. Es más, sólo se enuncia que el drogadicto “mediante su conducta compulsiva” afecta a su familia y a su entorno social, que el vicio es una causa y origen de males, que la gravedad de la conducta es tan evidente que no necesita ser demostrada y la única comparación que ofrecen para ilustrar una limitación al libre desarrollo de la personalidad es la determinación del aborto como delito.

Sin embargo y como se evidenció a lo largo de esta columna, no todos los consumos de drogas son problemáticos, ni la droga es la causa y origen de todos los males ni mucho menos el aborto y el consumo de drogas son comparables.

Afortunadamente, la posición minoritaria no prosperó y la Corte decidió terminar con los ocho años en que estuvieron vigentes los tratamientos forzados y las penas de prisión para los consumidores de drogas, puesto que, en una sociedad democrática y liberal, el Estado no le puede arrebatar la condición ética a las personas decidiendo por ellas el rumbo de sus vidas.

Hoy, al cumplirse 25 años de la sentencia C-221, a la par de celebrar el legado de una Corte Constitucional veedora de la dignidad y la libertad es necesario abogar por una política de drogas coherente y respetuosa de los derechos humanos, en la cual la evidencia técnica y científica no le dé cabida a la desinformación, a la discriminación y a los prejuicios, tal como no se le dio cabida en 1994.


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