Mi recuerdo de Carlos Gaviria
Mauricio García Villegas mayo 7, 2017
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Mauricio García, recuerda al político e intelectual Carlos Gaviria como «un liberal sabio, comprometido, recto y elocuente; un liberal que echo de menos en este país aturdido por debates miserables y deslucidos», en el segundo aniversario de su fallecimiento.
Mauricio García, recuerda al político e intelectual Carlos Gaviria como «un liberal sabio, comprometido, recto y elocuente; un liberal que echo de menos en este país aturdido por debates miserables y deslucidos», en el segundo aniversario de su fallecimiento.
Hace poco se cumplieron dos años de la muerte de Carlos Gaviria Díaz. Muchos lo recuerdan por las sentencias que escribió cuando era magistrado o por la gran cantidad de votos que obtuvo cuando fue candidato presidencial. Todo eso fue muy importante, sin duda, pero mi recuerdo de Carlos Gaviria, la imagen que a mí se me quedó incrustada en el alma, es otra; menos pública y más magistral, más sabia y menos política.
Lo recuerdo como un intelectual que leía mucho, pensaba con imaginación y hablaba con claridad. Fue esto último lo que más me impresionó cuando lo conocí en Medellín, hace muchos años. Yo era un estudiante de Derecho y me había inscrito para un ciclo de conferencias sobre Platón que él dictaba en la librería Señal Editora. Durante un par de meses nos habló de Sócrates y de los Diálogos, y yo lo escuché con una devoción de discípulo aprendiz que nunca antes había experimentado con ningún otro profesor. Más que su erudición, lo que más me impresionó fue la pulcritud de su lenguaje, su economía de las palabras, su claridad conceptual. Carlos gozaba de esa capacidad que tienen los buenos conversadores de decir la mayor cantidad de cosas importantes, con la menor (y más bella) cantidad de palabras. Es verdad que la elocuencia no siempre va de la mano de la inteligencia (como decía Burke), pero en el caso de Carlos ese encuentro maravilloso sí ocurría: hablaba bien porque pensaba bien. Le gustaban las ideas articuladas y correctamente formuladas. Por eso leía a Sócrates y a Platón; porque admiraba la manera como esos griegos antiguos explicaban los grandes problemas del individuo, de la naturaleza y de la sociedad.
Además, como si lo anterior fuera poco, oír a Carlos era un deleite. Durante varios años algunos de sus amigos nos reunimos con él, periódicamente, para cenar y sobre todo para conversar. Fueron charlas memorables, animadas por sus apuntes finos, sus citas eruditas y sus comentarios agudos. Hace poco me encontré con Christian Courtis, un colega argentino que lo conoció y que me dijo algo que resume bien el don de su palabra: lo que más me gustaba de Carlos, me dijo, era esa elegancia y sabrosura (dos cosas difíciles de combinar) con las que hablaba.
Carlos tenía un alma liberal atrapada en un cuerpo socialista. Lo que quiero decir con esto es que era liberal por motivos intelectuales y socialista por motivos emocionales (o políticos, si se quiere). Eso le pasa a muchos liberales que viven en países que padecen una gran injusticia social: como saben que la pobreza se traduce en falta de libertad, sienten la necesidad de meterse en política para defender los cambios sociales que liberan a la gente pobre, como la educación, la salud y el trabajo. Si hubiese nacido en Noruega, o incluso en Portugal, probablemente habría sido un liberal clásico y se habría dedicado a leer a Russell y a Borges, que eran sus autores favoritos.
Pero en ese salto a la política (un terreno casi siempre endemoniado) el alma liberal de Carlos quedó como aprisionada por las exigencias propias de la dinámica partidista. Esta es, claro, mi impresión y no pretendo, ni mucho menos, que sea la interpretación fiel de lo que fueron las últimas décadas de su vida. Todos somos muchas cosas a la vez o, como se dice ahora, todos tenemos varias identidades. Cuando alguien muere, cada cual hace de ellas lo que mejor conviene a sus recuerdos. Yo, de Carlos Gaviria, me apañé el recuerdo de un liberal sabio, comprometido, recto y elocuente; un liberal que echo de menos en este país aturdido por debates miserables y deslucidos.