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Michel de Montaigne, el gran pensador del renacimiento francés, decía que los humanos no somos superiores a los animales y que la idea de evadirnos de la condición animal es un orgullo estúpido y terco.  

Michel de Montaigne, el gran pensador del renacimiento francés, decía que los humanos no somos superiores a los animales y que la idea de evadirnos de la condición animal es un orgullo estúpido y terco.  

Montaigne tenía incluso una visión política de este asunto. Según él, entre los animales y los seres humanos no sólo no hay mayores diferencias sino que, por razones de poder, dinero o raza, las diferencias entre los mismos humanos suelen ser más grandes que aquellas que ocurren entre estos y los animales.

No deja de ser algo extraordinario que un filósofo de mediados del siglo XVI haya dicho cosas como estas. Más sorprendente aún es que hoy, cinco siglos después, cuando estamos abocados a la posibilidad de la destrucción del planeta por causas humanas, la idea de nuestra superioridad sobre el reino animal siga casi intacta.

Si el Homo sapiens fuera tan superior e inteligente como cree ya habría reconocido su ineludible hermandad con el reino animal; no sólo como una convicción moral, sino como un paso necesario para evitar su propia autodestrucción. Pero no, si algo demuestra la pobreza intelectual de nuestra especie es su incapacidad para prever su propia autodestrucción a través de la destrucción del reino animal.

¿Cómo explicar entonces que la idea de Montaigne tenga tan poco arraigo? Tal vez la primera razón sea biológica; el orgullo de la especie humana puede ser un sentimiento estúpido, como decía Montaigne, pero está inscrito en lo más profundo de nuestros genes. De allí vienen esa tenacidad belicosa y creativa que nos ha hecho imbatibles y omnipresentes en casi todos los rincones del globo terráqueo.

Pero hay otras razones más sutiles. Una de ellas es que la prepotencia humana viene, casi siempre, acompañada de altruismo. Las religiones son un buen ejemplo de ello. Quizás no haya un acto de arrogancia mayor que creer en la existencia de un dios, hecho a nuestra medida, que nos salva de esta condición mortal para llevarnos al paraíso eterno. Semejante idea de grandeza (perdida en un rincón del universo) ha dado lugar a las guerras más terribles y los comportamientos más atroces. Pero eso no es todo. Esa misma fe también ha dado lugar a la música más sublime, a la arquitectura más bella, a la pintura más excelsa; para no hablar de los millones de fieles abnegados y humildes que en nombre de ese dios imaginario han entregado su vida por los demás y por el bien de la humanidad.

Pero volvamos al postulado político de Montaigne, es decir, a la idea de que, por razones de poder, de dinero, de nacionalidad o de raza, las diferencias entre los seres humanos se han vuelto más grandes que las diferencias entre estos y los animales. Este postulado, a mi juicio, es más importante que el primero (las ínfulas de superioridad) y, de cierta manera, lo pone en tela de juicio. Y eso debido a que, según Montaigne, lo que importa no es tanto el honor de sentirnos superiores a los animales, sino la ambición de dominar; de dominar incluso a los propios congéneres, los cuales terminan siendo, para los poderosos, incluso más inferiores que los mismos animales.

Lo que nos enseña Montaigne hoy, cinco siglos después, es que nuestro gran desafío consiste no sólo en adoptar una cultura más modesta y hermanada con los demás seres vivos, sino también, y sobre todo, en encontrar el tipo de organización mundial que permita ponerle límites a la ambición humana que atenta contra la supervivencia de la vida en el planeta. Por esas dos razones, y muchas más, hay que volver a leer a Montaigne.

 

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