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| EFE

Necesitamos entonces, no sólo indicadores de impunidad, sino también de desempeño de la Fiscalía y de la justicia en general que sean transparentes, sólidos, creíbles y medidos periódicamente.

Necesitamos entonces, no sólo indicadores de impunidad, sino también de desempeño de la Fiscalía y de la justicia en general que sean transparentes, sólidos, creíbles y medidos periódicamente.

Estoy de acuerdo con lo planteado en una entrevista por la señora fiscal general sobre que Colombia necesita un indicador de impunidad riguroso y aceptado, porque llevamos décadas metiendo en la discusión pública cifras sobre impunidad que carecen de rigor.

Un ejemplo reciente: el presidente de la Sala Penal de la Corte Suprema declaró que la impunidad en Colombia supera el 90 %, para lo cual se basó en una cifra presentada el año pasado por la Secretaría de Transparencia del Gobierno, según la cual la impunidad en casos de corrupción era de 94 %. Desmenucemos esa cifra, que ha sido repetida hasta el cansancio, incluso por prensa extranjera seria, como Swissinfo.

Según el informe técnico de Transparencia, esa cifra fue calculada a partir de una comparación entre las noticias criminales entre 2010 y 2023 por delitos de corrupción, que fueron de 57.582, y los casos sin condena, que fueron 54.122, que representa el 93,99 %. Y esa fue la cifra presentada como un “mar de impunidad” por el secretario de Transparencia, Andrés Indárraga.

Esa conclusión de Indárraga aparentemente suena pero tiene graves problemas, como lo mostró Yesid Reyes en su última columna, o lo señalamos en un artículo con Mauricio García y César Rodríguez hace casi 20 años frente a cálculos semejantes.

Esta cifra peca tanto por defecto como por exceso. Por defecto, porque puede minimizar la impunidad ya que se basa en las noticias criminales reportadas a la Fiscalía, con lo cual deja de lado la llamada “cifra negra de la criminalidad”, que son los delitos ocurridos que no llegan a conocimiento de las autoridades. La impunidad podría entonces ser mayor a la que resulta de comparar noticias criminales y condenas.

Sin embargo, esa cifra puede igualmente exagerar la impunidad por muchas razones entre las cuales menciono tres: i) pudo haber noticia criminal pero no delito, por ejemplo, porque el denunciante se equivocó; ii) pudo aparentemente haber ocurrido un crimen (por ejemplo porque A efectivamente mató a B) pero, en realidad, no hubo delito ya que A actuó en legítima defensa y por ello no debía ser condenado; o iii) pudo existir el delito y un culpable pero el problema se solucionó adecuadamente para las víctimas y la sociedad por otras vías: una conciliación o alguna forma de justicia restaurativa. Tres hipótesis (hay muchas más) en que hubo noticia criminal y no hubo condena, pero tampoco existe impunidad.

No parece muy bueno un indicador que impunemente minimiza o exagera la impunidad.

Algunos podrían considerar que esta discusión es inútil pues todos sabemos que la impunidad en Colombia es altísima. Pero esa objeción carece de sustento pues necesitamos, hasta donde sea posible, indicadores confiables y calculados periódicamente para tener mejores políticas públicas y valorar adecuadamente lo que hacen los funcionarios ¿O podría uno discutir la situación económica y los éxitos y fracasos de un gobierno sin tener medidas creíbles de inflación, crecimiento del PIB, déficit fiscal o prevalencia de la pobreza?

Necesitamos entonces no sólo indicadores de impunidad sino también de desempeño de la Fiscalía y de la justicia en general que sean transparentes, sólidos, creíbles y medidos periódicamente. No podemos seguir aceptando datos como los del anterior fiscal general quien, en su informe final de gestión, se vanagloriaba de haber logrado “tasas de avance de esclarecimiento” maravillosas en todos los delitos: de 43,53 % en homicidio o 96,71 % en feminicidio. Uno creía que teníamos a nuestro Sherlock Holmes pero, en realidad, el informe nunca explicó claramente qué significaba esa tasa ni cómo era calculada, con lo cual era en realidad una medida de oscurecimiento: la última “barbosada” del anterior fiscal general.

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