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Viajar por las carreteras de Colombia ha dejado de ser una experiencia placentera.

Viajar por las carreteras de Colombia ha dejado de ser una experiencia placentera.

Al deplorable estado de la red vial se agrega el malestar que produce tener que pagar peajes costosos (a empresas privadas) en vías casi intransitables y, como si todo esto fuera poco, se suma la desazón de afrontar unas reglas de tránsito deficientes o simplemente absurdas. Sólo voy a referirme al último de estos puntos y, más concretamente, a una norma del código de la ruta que ha adquirido una notoriedad particular en los últimos años: la prohibición de adelantar en doble línea amarilla.

Esta norma, que sanciona la imprudencia de los conductores y que se utiliza en todos los países desarrollados, viene siendo aplicada en Colombia de manera implacable por la Policía de Carreteras. Sin embargo, como sucede con tantas cosas que copiamos de otros países, cuando no contamos con las condiciones necesarias para hacer funcionar lo que copiamos, no sólo no obtenemos lo que buscamos, sino que creamos un problema mayor del que teníamos. Me explico.

La prohibición de sobrepasar en doble línea busca que los conductores sean prudentes. Pero la prudencia depende de la velocidad al momento de sobrepasar. El asunto ha sido bien estudiado: si un vehículo va a una velocidad de 30 kilómetros por hora, se calcula que se necesitan por lo menos 120 metros para adelantarlo. Si la velocidad es de 80 km/h, se necesitan 250 metros, y si es de 100 km/h, se requieren 320 metros. Como no todos los vehículos van a la misma velocidad, lo que se hace es sacar un promedio que sirve de base para pintar la doble línea. Pero aquí empiezan nuestros problemas: ¿cómo establecer ese promedio en las carreteras colombianas? En Francia, por ejemplo, esa tarea es fácil pues el tráfico pesado y el rápido circulan por vías diferentes; no se mezclan. Al ser similares las velocidades, la imprudencia se puede evaluar con una regla objetiva.

Pero en Colombia, en donde todo el tráfico va junto, el promedio no tiene mucho sentido. Ante esto, las autoridades optan por la solución más conservadora, que es pintar la doble línea como si todos fueran automóviles (en algunos casos, incluso, para no hacer cuentas, pintan todo con doble línea). Resultado: como las vías están llenas de tractomulas que van a 18 km/h, la norma exige una paciencia heroica (e innecesaria en términos de riesgo) que casi ningún conductor de automóvil tiene. Por eso, en la práctica, nadie cumple con esa norma, ni siquiera las patrullas de Policía (compruébelo usted mismo). Peor aún, si la gente obedeciera, todos viajarían a la velocidad de las tractomulas y las carreteras estarían todavía más congestionadas de lo que están hoy.

Como la norma exige de los conductores un comportamiento demasiado costoso, los que resultan multados quedan con la sensación de haber sido víctimas de la mala suerte, lo cual propicia el soborno y la corrupción: el conductor, en su lógica pragmática, compensa la arbitrariedad de la sanción que se le quiere imponer con el carácter indebido de su propuesta de soborno y así, a su manera, equilibra las cargas con la ley. El policía, por su parte, sabiendo que está obligado a sancionar pero siendo consciente de que la multa es excesiva, encuentra en la aceptación del soborno una solución intermedia, indebida, pero aceptable.

Mi propuesta no es eliminar la norma de la doble línea. Lo que propongo es que, mientras se construyen las vías que necesitamos, esa norma se utilice como una recomendación y también como un indicio para establecer la responsabilidad en caso de accidente, no para sancionar al infractor.

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