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VIOLENCIA POLICIAL RACISMO

"En lugar de proteger a las personas de la violencia, la Policía es en muchos casos la encargada de desencadenarla". | Cristian Arias/Pacifista

En las calles se está reclamando que el Estado deje de financiar un sistema que promueve la violencia, que la Policía pase por una reforma estructural y que los responsables de los asesinatos sean juzgados.

En las calles se está reclamando que el Estado deje de financiar un sistema que promueve la violencia, que la Policía pase por una reforma estructural y que los responsables de los asesinatos sean juzgados.

“No puedo respirar”. Estas tres palabras han sido repetidas incansablemente en las últimas semanas y, aún así, no importa cuánto se repliquen, no importa en cuántos periódicos o artículos estén escritas: deben repetirse hasta que la brutalidad del Estado quede clavada en la memoria. Contar —repetir una historia hasta tornarla en legado— importa no solo para que llegue a otros oídos, a otras audiencias, sino porque al contar se pone la realidad en palabras y se nombran las injusticias. En un momento en el que la Policía parece escapar a todos los intentos de reforma, es necesario repetir las historias de su atrocidad y hacerles las preguntas necesarias.

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Desde el 26 de mayo, las medidas de confinamiento en Estados Unidos pasaron a un segundo plano. El asesinato de George Floyd desató una ola de descontento justificado que no tenía otro lugar para expresarse sino en las calles, con actos palpables. Floyd es un nombre que, como el de muchos otros, se suma a la lista de insignias de la lucha antirracista y cuya recordación, por lo tanto, se vuelve casi un deber ético. Floyd fue asesinado en la tarde del 25 de mayo, en el barrio Powderhorn de la ciudad de Minneapolis. Fue asesinado por un oficial de la Policía, en medio de una calle concurrida, con cámaras de celular grabando la escena, mientras sus colegas observaban con complicidad. Fue asesinado por el color de su piel.

Como lo muestran las decenas de videos que registraron su asesinato, Floyd fue asesinado sin armas. En un acto que evidencia la jerarquía racial de la forma más macabra, Derek Chauvin, un policía blanco, montó su cuerpo sobre el de Floyd y le quitó el aire con sus propias piernas durante casi nueve minutos. La naturalidad y la lentitud de la escena, la forma en que este oficial subordinaba (física y simbólicamente) el cuerpo de George Floyd, hace ver a los crímenes raciales como hechos casi rutinarios en el actuar de la Policía. La escena revela que el cuerpo de quienes portan un uniforme y una placa de Policía se ha convertido en un arma en sí mismo, que uno de los grandes poderes de los agentes de Policía está en hacerse visibles y en difundir un ambiente de tensión con tan solo su presencia. La chocante tranquilidad con la se ejecutaba todo el acto deja pocas dudas para pensar que, ante los gritos, los reclamos, los testigos y los ruegos entrecortados de Floyd, Chauvin sabía lo que hacía, sabía que estaba asesinando a otro hombre. Floyd, por su parte, moría sabiendo que moría, y que moría en manos de quien tiene la función de protegerlo.

Su asesinato revela una aparente paradoja en la forma en que se despliega la violencia policial. Según varias versiones fundacionales del Estado, este existe para garantizar la pacificación y brindar seguridad a los individuos, una función que ejerce a través de varios órganos, entre esos la Policía. Sin embargo, la violencia policial muestra todo lo contrario y expresa las contradicciones que definen esta institución: en lugar de proteger a las personas de la violencia, la Policía es en muchos casos la encargada de desencadenarla. Por esa razón, su presencia se experimenta distinto dependiendo del color de piel, de la clase social o del género de quien ocupe el espacio público.

Para algunos, la Policía seguramente es sinónimo de seguridad; para otros, implica la posibilidad de morir, de ser agredido o de caminar con miedo. La muerte de Floyd, así como la de Mike BrownEric Garner o Breonna Taylor, sugiere que una de las funciones materiales de la Policía es crear enemigos comunes y legitimar con sus actos qué cuerpos importan y qué cuerpos son peligrosos. Como lo dice Mark Greif en su ensayo ‘Seeing Through Police’: una de las formas en que actúa la Policía es perfilando a quiénes pueden ser potenciales criminales. En ese sentido, tiene un poder que no tienen las otras agencias del Estado y que resulta cuestionable en una democracia: el de crear, casi de manera instantánea, los crímenes y los culpables de esos crímenes. Esto fue lo que sucedió con George Floyd. Su cuerpo fue visto como un cuerpo criminal y no se le dio oportunidad alguna para objetar esa acusación. En este caso, a la invención del crimen le siguió la violencia y a la violencia le siguió la muerte.

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Anderson Arboleda fue asesinado el 20 de mayo por un policía. Tenía 19 años y vivía con su familia en el municipio de Puerto Tejada, en el norte del Cauca. Su muerte, como la de Floyd, fue consecuencia de la arbitrariedad policial, de la forma en la que esta institución violenta a quienes más necesitan la seguridad que se jactan de brindar. Cuando estaba en la puerta de su casa, justo después de haberse despedido de su hermano menor, fue agredido por parte de un policía que lo interrogaba por estar incumpliendo la cuarentena. Después de dos golpes en la cabeza y una lluvia de gases lacrimógenos contra él y su familia, Anderson pudo entrar a su casa. Con dolor evidente, se recostó en su cama, pensando que la contusión pasaría, ignorando que horas después moriría debido a una fractura craneoencefálica. Como lo cuenta una crónica de su muerte publicada en la revista Vorágine, Anderson murió mientras dormía. A diferencia de Floyd, murió sin saberlo.

También murió sin saber que su muerte fue causada por el que pudo haber sido un futuro colega. Anderson había terminado de prestar servicio militar este año. Según su madre y algunas personas cercanas, estaba pensando en entrar a la carrera de suboficial en el Ejército. Sabemos poco —o nada— sobre el hombre que asesinó a Anderson. No sabemos cuál es su contexto social, de dónde viene o cuántos años tiene. Ni siquiera sabemos su nombre. Sin embargo, creo que no estaría del todo errada si digo que es muy probable que viniera de un contexto similar al de Anderson y que entrar a la Policía haya sido una de las pocas alternativas laborales que tuvo en su juventud. Formar parte de las Fuerzas Armadas es de los únicos destinos para quienes no tienen la oportunidad de obtener educación superior, pero aun así desean tener una carrera.

Por esa razón, en países de América Latina es común que instituciones jerarquizadas como el Ejército o la Policía sean una plataforma de movilidad social para los sectores más pobres, lo que implica que la mayoría de los cargos bajos y medios están ocupados por personas de la clase trabajadora. En ese sentido, no es descabellado afirmar que la violencia policial es un acto en el que muchas veces una clase social atenta contra sí misma, con el fin de proteger intereses de quienes están en el pico de la pirámide tanto racial como económica. Es un acto que tiene una marca de raza, pero además una marca de clase: ubica a las personas más vulnerables no solo en el lugar de las víctimas, sino también, a menudo, en el lugar de los perpetradores.


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Las reflexiones que suscitan los casos de George Floyd y Anderson Arboleda muestran algunos rasgos que hacen de la violencia policial una violencia con la capacidad de segregar, de crear enemigos y de coartar la solidaridad. Estas historias, que desde el norte y el sur nos llaman a la acción, son solo las más recientes. Hace menos de tres meses, el 13 de marzo de 2020, agentes de la Policía de Louisville (Estados Unidos) mataron a Breonna Taylor, una mujer negra. En noviembre de 2019 llorábamos a Dilan Cruz, un joven asesinado por un oficial del ESMAD en medio de una protesta social. Y en 2014 nos conmovió el caso de Tamir Rice, un niño negro de 12 años que murió debido a los disparos del policía Timothy Loehmann en Cleveland, también en Estados Unidos.

Son muchas las historias como las que recojo para este texto. Algunas registradas, otras secretas. En Estados Unidos, la Policía asesinó a más de 1.000 personas en 2019 y cerca de la tercera parte eran negros. En Colombia, solo durante la cuarentena, organizaciones sociales han identificado más de 20 casos de agresiones ejercidas por la Policía.

Una de las características de este tipo de violencia es que se ejerce en nombre del Estado. Se sustenta en todo un aparato institucional que la legitima y la encubre, lo cual hace que la rendición de cuentas sea más difícil de obtener y que las tasas de impunidad sean muy altas. De allí que solo a partir de la acción directa de miles de manifestantes se haya abierto una investigación contra el asesino de George Floyd. De allí, también, que la justicia contra estos actos no solo se esté reclamando en las cortes, sino también en las calles. En lo público, en las calles, es donde los manifestantes y los movimientos sociales reclaman que el Estado deje de financiar un sistema que promueve la violencia, que la Policía pase por una reforma estructural, que los responsables de los asesinatos sean juzgados y que como individuos reflexionemos sobre nuestra cotidianidad, nuestros iconos, nuestro lenguaje y nuestro rol político. En otras palabras, reclaman que cada injusticia sea reconocida, recordada y nombrada por lo que es.

Hace unos días, en medio del funeral de Floyd, el reverendo Al Sharpton lo dijo así: “Esto no es solo fue tragedia, fue un crimen”.

*Columna publicada originalmente en Pacifista.

 

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