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No hubo conejo pues no hubo la intención tramposa de evadir un pronunciamiento popular. En un contexto muy difícil y volátil, el Gobierno optó porque el representante del pueblo, que es el Congreso, interpretara y decidiera si el nuevo acuerdo cumplía o no el mandato popular del plebiscito.

No hubo conejo pues no hubo la intención tramposa de evadir un pronunciamiento popular. En un contexto muy difícil y volátil, el Gobierno optó porque el representante del pueblo, que es el Congreso, interpretara y decidiera si el nuevo acuerdo cumplía o no el mandato popular del plebiscito.

En mi pasada columna sostuve que una interpretación razonable del mandato popular surgido del triunfo del No en el plebiscito era la siguiente: que el acuerdo inicial no podía ser implementado y que era necesario renegociarlo, para incorporar las objeciones más significativas de los opositores, pero tomando como base el acuerdo inicial, que había sido apoyado por casi la mitad de los votantes.

Esa renegociación ocurrió, luego de varias rondas de diálogo entre el Gobierno y los líderes del No. El Gobierno consideró entonces que ese nuevo acuerdo respetaba el mandato popular pues los cambios eran numerosos y significativos, pero el Centro Democrático (CD) y otros líderes del No juzgaron que las modificaciones eran muy insuficientes. Dejé entonces planteado un interrogante: ¿quién podía interpretar y decidir si el nuevo acuerdo respondía genuinamente al mandato popular del 2 de octubre?

En un escenario ordinario, la respuesta es obvia: esa tarea le corresponde al mismo pueblo, a través de un nuevo pronunciamiento popular. Si un plebiscito había negado el acuerdo inicial, es razonable sostener que otro pronunciamiento popular tenía que aprobar el acuerdo reformado.

El problema es que la situación distaba de ser ordinaria, por lo que el Gobierno tomó otra opción. Consideró que era inviable un nuevo plebiscito, por cuanto el cese del fuego era extremadamente frágil y era muy alto el riesgo de que, en el contexto polarizado de una campaña para un nuevo plebiscito, el cese colapsara o las Farc se fracturaran. Esos riegos no eran menores: en ese contexto, y tomando en cuenta además las importantes movilizaciones ciudadanas a favor de la paz, el Gobierno optó por que el nuevo acuerdo fuera refrenado por el Congreso.

Esa opción es obviamente discutible y algunos defendieron de buena fe que hubiera un nuevo plebiscito. Pero, dada la volatilidad del momento que se vivía, la refrendación congresional era una opción posible y razonable pues, gústenos o no, el Congreso no sólo fue elegido popularmente, sino que es el representante del pueblo colombiano, como lo dice el artículo 133 de la Constitución. Por ello, si era muy riesgoso para la paz intentar en ese momento un nuevo plebiscito, no tenía nada de arbitrario ni era un conejo que el representante del pueblo interpretara y decidiera si el nuevo acuerdo había cumplido o no con el mandato popular del plebiscito. Y el Congreso refrendó el nuevo acuerdo, con mayorías muy amplias, después de un informe del Gobierno que detallaba cómo los cambios al acuerdo respondían a la mayor parte de las objeciones planteadas al acuerdo inicial.

No hubo entonces conejo pues no hubo la intención tramposa de evadir un pronunciamiento popular sino que, en un contexto muy difícil y volátil, en donde la paz, que es constitucionalmente un derecho de obligatorio cumplimiento, estaba en grave riesgo, el Gobierno optó por un camino que es discutible, pero que es razonable y perfectamente democrático: que el representante del pueblo, que es el Congreso, interprete y decida si el nuevo acuerdo cumplía o no el mandato popular del plebiscito.

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