Nostalgia del tiempo lento
Mauricio García Villegas Febrero 17, 2012
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Me levanto por las mañanas y lo primero que hago es prender el computador, revisar mi correo electrónico y leer los titulares de la prensa nacional e internacional.
Me levanto por las mañanas y lo primero que hago es prender el computador, revisar mi correo electrónico y leer los titulares de la prensa nacional e internacional.
Cuando estoy en un lugar retirado, sin internet, la ansiedad me invade e intento conectarme a la mayor brevedad posible. Ya basta. Quiero liberarme de esta agitación cotidiana; no depender tanto (como un vicioso) de la dosis diaria de información inmediata. Quiero regresar a los tiempos en que, parafraseando a García Márquez, era “feliz e incomunicado”; aquella época menos frenética y más pausada, cuando mis sentidos tenían tiempo para ver y percibir otras cosas de más largo aliento.
Estoy exagerando. En realidad no soy tan dependiente de internet como digo y ni se me ocurre siquiera abandonar mi computador y regresar a mis rutinas del pasado. Pero hay algo de verdad en esta exageración: la hiperinformación nos ha abierto una cantidad de puertas, pero nos ha cerrado otras; ganamos nuevas maneras de ver el mundo, pero perdimos otras. Michel Foucault decía que cada momento de la historia nos permite ver sólo una parte muy limitada de la realidad que es posible; el resto queda reducido a la locura, al desafuero o simplemente al olvido. El mundo que tenemos por real es ya un mundo escogido, depurado.
Pero la hiperinformación, me dirá usted, nos permite justamente eso: conocer otras realidades, explorar otras posibilidades, relativizar lo que somos. Es verdad. Sin embargo, me parece que hemos perdido el tiempo para procesar todo eso; quedamos atrapados en el ritmo frenético de las noticias diarias. Antes había tiempo para pensar; los acontecimientos nos daban una tregua. Hoy pensamos como si el tiempo no existiera; vivimos en un presente eterno que nunca sale de la coyuntura. Los pensadores se han vuelto periodistas y los periodistas, reporteros.
Hemos perdido algunos de los encantos que tenía el tiempo vivido lentamente; el goce de recibir una carta después de días de espera; el placer de viajar una sola vez al año; el gusto por la comida hecha a fuego lento y por el cine contado despacio. Todo eso se ha perdido y ha sido reemplazado por la información instantánea, por el consumo frenético y por la obsolescencia programada.
Pero sobre todo, hemos perdido el tiempo de la contemplación y la introspección. Las religiones eran las grandes promotoras del recogimiento y de la contemplación; pero todo esto se vino abajo con la secularización de nuestras sociedades. Cuando dejamos de depender de los dioses (y de sus administradores terrenales) cuando los monasterios se convirtieron en hoteles y las iglesias en museos, echamos la contemplación al tarro de la basura o, como dicen ahora, botamos al niño con el agua de la bañera, como si sólo pudiéramos contemplar a las deidades.
Me dirá usted que me estoy volviendo viejo y nostálgico. Es posible, pero quizás haya algo más que nostalgia en todo esto: hay un contraste demasiado grande entre el tiempo lento, glacial, que rige algunos de los grandes problemas que tenemos hoy en día (calentamiento global, sobrepoblación, etc.) y el tiempo frenético que nos impuso la información y el consumo. Quizás por ese contraste entre el tiempo glacial y el tiempo instantáneo, el mundo se ha vuelto, paradójicamente, más transparente y más misterioso a la vez. Nunca antes hubo tanto conocimiento sobre lo que ocurre, pero, al mismo tiempo, nunca antes hubo una época tan incierta, con tantos interrogantes y con tanta escasez de teorías y explicaciones generales sobre el sentido de la vida y de la civilización.
Quizás es tiempo de hacer una pausa, de que nos detengamos a contemplar el mundo (sin dioses de por medio) y de que nos atrevamos a pensar que otra realidad es posible.