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En Colombia no hay una sino dos guerras: la primera se libra contra la subversión y la segunda contra las drogas ilícitas. Los promotores de esas dos guerras, aunque se empeñan en seguir peleando, han fracasado.

En Colombia no hay una sino dos guerras: la primera se libra contra la subversión y la segunda contra las drogas ilícitas. Los promotores de esas dos guerras, aunque se empeñan en seguir peleando, han fracasado.

La guerrilla no ha conseguido que este país sea más justo; al contrario: al engendrar la reacción violenta de la extrema derecha ha producido el efecto inverso: contrarreforma agraria, demonización de la protesta, etc. El Estado, por su parte, en su guerra contra las drogas ilegales ha malgastado una buena parte del presupuesto nacional tratando de derrotar a un enemigo que se fortalece en la medida en que lo atacan: a mayor represión, más rentable el negocio ilícito, más violencia y menos institucionalidad.
Ambas guerras están sustentadas en ideologías perversas. La primera, en un marxismo-leninismo criollo y obsoleto, y la segunda, en una defensa moralista y autoritaria de la integridad social, adoptada hace cincuenta años por lo más vetusto de la sociedad gringa. De nada sirve que en ambas ideologías haya ideales altruistas cuando, en la práctica, causan tanto dolor, miseria y destrucción. El valor de una idea no sólo se debe juzgar por su contenido sino también por los efectos que tiene en la vida social, y en estos dos casos los efectos son desastrosos.
Ante el fracaso de estas ideologías, los actores que las promueven se han ido desdibujando: el Estado dice atacar a sus dos enemigos por igual, pero muchas veces, y sobre todo en la periferia, se alía con uno de ellos, a veces para vencer al otro, a veces por simple corrupción. La guerrilla dice obedecer a ideales revolucionarios, pero de tanto negociar con la mafia terminó adoptando sus métodos y su cinismo. Los Estados Unidos, otro actor central en estas guerras, dice querer acabar con el consumo de drogas pero, al prohibirlas, lo que hace es propiciar la creación de mafias poderosas en Colombia para luego, cuando sus capos han hecho desastres aquí, extraditarlos a su país y negociar con ellos. Así, el país del norte no sólo fracasa en su objetivo de acabar con las drogas ilícitas sino que, de paso, contribuye al descalabro social e institucional que él mismo propicia por fuera de sus fronteras.
Colombia tiene que lograr la paz en ambas guerras. Con la guerrilla se necesita un acuerdo de paz. Ojalá sea posible. Para la otra guerra, la del narco (una guerra moral y sui generis, pero con efectos materiales devastadores, como los de cualquier otra guerra), no se necesita ninguna negociación; basta con una ley que legalice y reglamente la producción y el uso de las drogas ilegales, tal como ocurre con el alcohol o el cigarrillo. Pero esa ley no se puede expedir sin antes obtener dos cosas que son difíciles de alcanzar: primero, un consenso social acerca de la inutilidad y de la inmoralidad de esta guerra, y segundo, el desmonte, por razones de dignidad nacional (Colombia tiene los títulos para hacerlo) de la prohibición en el ámbito internacional. Ese desmonte es la paz que necesitamos.
Albert Einstein decía que no hay muestra de locura más clara que hacer siempre lo mismo y esperar cada vez un resultado diferente. Hace varias décadas que intentamos ganar estas dos guerras haciendo lo mismo, por medio de las armas y sin éxito. No tengo dudas de que algún día conseguiremos acabar con estos dos conflictos absurdos. La pregunta es cuándo. Y ese cuándo no sólo se mide por los días que faltan, sino por la cantidad de muertes, de corrupción y de violencia que tendremos que padecer antes de tomar la decisión de no seguir haciendo lo mismo.

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