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Guardando las proporciones, el equivalente a la construcción en Japón en unos pocos días de una avenida que se desplomó por completo fue para nosotros la discusión y concertación del nuevo acuerdo de paz en La Habana.

Guardando las proporciones, el equivalente a la construcción en Japón en unos pocos días de una avenida que se desplomó por completo fue para nosotros la discusión y concertación del nuevo acuerdo de paz en La Habana.

Ni los más optimistas creímos que el presidente Juan Manuel Santos podría cumplir su promesa de tener un nuevo texto cerrado antes del 10 de diciembre.

Con una muestra de férrea disciplina y enorme flexibilidad, las delegaciones de la mesa de negociación hicieron su trabajo. El nuevo acuerdo es una realidad y ya está disponible para la discusión de la sociedad. Son muchos los cambios, pero las herramientas tecnológicas que se han compartido en las redes facilitan el trabajo de contrastar las dos versiones.

Sin que todos los interesados se hayan manifestado de manera definitiva, algo es claro desde ahora: el nuevo acuerdo no deja del todo contentos a los del No y más bien deja menos contentos a muchos del Sí.

Los voceros del No seguramente insistirán en que los cambios son cosméticos y que no se hicieron modificaciones profundas en los temas de participación en política de los líderes de las Farc, que las penas no son suficientemente cercanas a lo que se entiende por cárcel y que las transformaciones que se presentan son inalcanzables o muy costosas.

Algunas voces del Sí lamentarán que el potencial transformador del acuerdo de Cartagena se perdió en las modificaciones. No gustarán de las limitaciones a las formas de democracia directa en la implementación que ahora se sujetan a la democracia representativa designada en las autoridades locales. Igual reclamo se presentará sobre las concesiones a los terratenientes o las limitaciones a la persecución de terceros en la justicia especial para la paz.

Y para muchas personas de las ciudades, más alejadas de estos debates sobre el funcionamiento del Estado, el acuerdo seguirá significando poco en su día a día. Por más que se repita que este es el mejor ajuste del que ya era el mejor acuerdo del mundo, no es un acuerdo que genere alegría desbordante. Nadie queda con un tufo heroico o victorioso. Es más bien como la sensación de que se perdió el partido en la cancha, pero que al equipo le dieron los puntos en el escritorio.

Pero esa puede ser, precisamente, la característica más importante del acuerdo: no hay claros ganadores, ni claros perdedores. No hay nadie que pueda tener una narrativa de vencedor y otros de completamente vencidos. Cada sector político ganó un poco y tuvo que ceder otro tanto. Y al final, en el agregado, todos salimos ganando.

Le estamos cargando expectativas exageradas e imposibles de mantener al acuerdo si esperamos que en sí mismo sea el producto de la sociedad transformada que deseamos. Es sólo el inicio. El acuerdo no nos va a reconciliar, pero puede permitirnos empezar a hacerlo. Como ya mucho se ha dicho, los acuerdos de paz no están hechos para llevar a las sociedades al cielo, sino para sacarlas del infierno.

Tal vez en el futuro, otras generaciones mirarán atrás y valorarán lo que hoy nos ocurre con un sentido más histórico, esperanzador y triunfante. Pero difícilmente nosotros, como participantes de esa historia, podamos percibirlo así. ¿Cuál es el mejor acuerdo? ¿El que tuvimos y se fue en el plebiscito? O acaso sería el que pudimos haber alcanzado después del referendo con un gran pacto nacional. Ninguno. El mejor acuerdo es el que, dada la totalidad de factores políticos, resulte posible.

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