Otro mundo posible
Mauricio García Villegas abril 11, 2014
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Cada vez me gustan más los buenos documentales; casi tanto como las buenas películas.
Cada vez me gustan más los buenos documentales; casi tanto como las buenas películas.
Esta semana volví a ver Buscando a Sugar Man (Searching for Sugar Man), de Malik Bendjelloul. Allí se cuenta la historia de Sixto Rodríguez, un obrero de Detroit de origen mexicano, alto, delgado, de pelo largo y con la cara siempre vestida de gafas oscuras.
Además de ser un crítico del establecimiento, con ideas progresistas y luchador por los derechos de los obreros, Sixto toca bien la guitarra, compone canciones impresionistas y canta con una voz nítida y penetrante. A principios de los setentas, animado por algunos de sus amigos que piensan que sus canciones son mejores que las de Bob Dylan, Rodríguez graba un par de discos; pero las ventas resultan ser un fracaso. Decide entonces intentar por el lado de la política. Quiere ser alcalde de Detroit, pero se contenta con tratar de llegar al concejo municipal; pero allí también naufraga. Hasta aquí, la historia de Rodríguez parece el relato banal de los sueños frustrados de alguien que tiene más ilusiones que talento.
Pero la historia sigue. A principios de los setentas, una joven sudafricana, de paso por Estados Unidos, oye las canciones de Rodríguez, queda literalmente encantada, compra los discos y se los lleva a Sudáfrica para regalárselos a su novio. Su música llega a una emisora y se difunde por la radio. Los jóvenes blancos del apartheid (ellos también agobiados por el cerramiento y la intolerancia del régimen) quedan fascinados. Todos hablan de Rodríguez, quieren saber dónde vive, conocer de su vida, verlo. Pero en medio de la euforia se difunde la mala noticia de que el cantante se había pegado un tiro en la cabeza, cantando, en medio del escenario. Semejante anuncio alimenta aún más el mito de Rodríguez y dispara la venta de sus discos.
Entonces aparece un periodista que se pone a averiguar quién es realmente Rodríguez. Viaja a los Estados Unidos y después de muchas peripecias descubre que el ídolo popular de la juventud blanca del apartheid está vivo y que trabaja como obrero de construcción en Detroit. Consigue visitarlo en su casa humilde de peón de construcción y allí le cuenta que al otro lado del mundo él, Sixto Rodríguez, es un cantante famoso, más famoso incluso que Elvis Presley y que los Rolling Stones.
La noticia de que el ídolo está vivo se riega como pólvora entre sus fanáticos. Ellos mismos llaman a Rodríguez y le proponen que vaya a cantar a Sudáfrica. Se organiza entonces una gira musical que resulta un éxito total. En Sudáfrica, Sixto Rodríguez se encuentra por fin con su propia fama, la misma que había errado sin él durante 25 años, con millones de discos vendidos a su haber.
Yo no sé a ustedes, pero a mí esta historia (de película) me maravilla. Por muchas razones, pero sobre todo porque muestra que la separación tan tajante que hacemos entre lo ordinario y lo extraordinario, entre lo admirable y lo fútil, entre la fama y el anonimato, entre lo visible y lo invisible tiene mucho de artificial y de arbitrario. Lejos estoy del relativismo o del nihilismo, pero soy consciente de que la realidad social en la que vivimos tiene mucho de arbitrario. Por eso deberíamos dudar más (empezando por dudar de nosotros mismos), no tragar entero, desmontar los ídolos espurios que nos imponen los medios de comunicación, los políticos, las iglesias, etc.
Hay otros mundos posibles que podríamos estar inventando ahora y que se nos escapan, como durante tantos años a Sixto Rodríguez se le escapó el yo de sus ilusiones, al otro lado del mundo.