País de doctores
César Rodríguez Garavito agosto 12, 2014
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Aunque se lo inventó un mexicano, siempre me ha parecido que el diálogo clásico de Chespirito capta mucho de la realidad colombiana: —Oye, Lucas. —Dígame, licenciado. —¡Licenciado! —Gracias, ¡muchas gracias!
Aunque se lo inventó un mexicano, siempre me ha parecido que el diálogo clásico de Chespirito capta mucho de la realidad colombiana: —Oye, Lucas. —Dígame, licenciado. —¡Licenciado! —Gracias, ¡muchas gracias!
Somos un país de licenciados y aspirantes a serlo. Con la liberalidad de Chaparrón Bonaparte, los citadinos llaman “doctor” a quienquiera que lleve corbata y los del campo a quien venga de la ciudad. Como Lucas Tañeda, sentimos que tocamos el cielo cuando nos llaman con la palabra mágica, que nos ubica simbólicamente en el lado favorecido del abismo social colombiano.
El pasaporte más seguro al estatus de “doctor” es un título universitario. Aquí no alcanza un grado técnico y no hace falta uno de doctorado. Persiguiendo el título nos volvimos la especie aplicada que somos: trabajamos de día y estudiamos de noche y hasta los sábados; nos endeudamos sin pensarlo dos veces para lograr un cartón de profesional. Para atender la demanda se siguen abriendo universidades de primer nivel o de garaje, legales o ilegales, públicas o privadas.
El resultado es que sobran doctores y faltan técnicos, como concluyó el Consejo Nacional de Educación Superior (Cesu) en su propuesta para la reforma educativa que anunció el presidente Santos. Abundan economistas, arquitectos, administradores de empresas, psicólogos y diseñadores de mediana calidad, pero escasean los buenos constructores, enfermeros, técnicos contables o asesores informáticos. Pululan los abogados, pero faltan expertos en conciliación; hay ingenieros, pero no quien sepa tapar un hueco. Por eso el Cesu plantea invertir el porcentaje de estudiantes de programas técnicos o tecnológicos y de programas profesionales, de modo que en 20 años los primeros sean el 65% y los segundos el 35%.
Acierta el Cesu al decir que el dominio desmedido de la educación universitaria está divorciado de la realidad del siglo XXI, donde importan más las habilidades y el pensamiento crítico que el tipo o duración de los estudios que los enseñan, más la capacidad de aprender a aprender que la información que se lleve en la cabeza. Pero creo que hay una razón aún más sólida para invertir la lógica de la educación superior, y es que la sobreproducción de “doctores” y la estima excesiva por ellos reproducen la profunda desigualdad social.
Como las mejores universidades tienden a ser inaccesibles (por caras, por exigentes, o por las dos razones), el país de doctores impone una barrera infranqueable para la mayoría. El camino que les queda a los estudiantes pobres es una carrera en una universidad de calidad ídem. Haciendo sacrificios durante largos años, terminan con un cartón, pero tan lejos de sus pares de universidades reconocidas como al comienzo.
Aún más abajo quedan los técnicos, porque los escalafones laborales suelen premiar los títulos profesionales sobre los técnicos, sin tener en cuenta la calidad o relevancia de unos u otros. De ahí que falte la capa media de trabajadores que en otros países, como Alemania, es bien remunerada y contribuye a una sociedad más igualitaria: el técnico de la construcción que no está tan lejos de la ingeniera, el enfermero calificado que reemplaza en varias tareas a la médica, el técnico jurídico que hace lo propio con el abogado.
La reforma debe fortalecer el Sena y carreras técnicas de alta calidad y bien recompensadas, en lugar de propiciar la inflación de programas profesionales de baja calidad. Así tendríamos una sociedad menos solemne pero más equitativa, donde profesional sea todo el que hace su trabajo con profesionalismo.
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