Patarroyo y la ley de la selva
César Rodríguez Garavito Mayo 13, 2014
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El fallo contra el centro de Manuel Elkin Patarroyo en el Amazonas muestra que, en materia de protección de los animales, la ley que rige en Colombia es la ley de la selva.
El fallo contra el centro de Manuel Elkin Patarroyo en el Amazonas muestra que, en materia de protección de los animales, la ley que rige en Colombia es la ley de la selva.
En lugar de radicalizar el debate, hay que aprovecharlo para hacer cumplir, al fin, las normas que protegen tanto la investigación científica como los derechos de los animales.
Eso es lo que busca la sentencia del Consejo de Estado, que anuló los permisos que tenía la fundación de Patarroyo (la Fidic) para cazar monos y experimentar en ellos la posible vacuna contra la malaria. Si se lee el fallo, se nota que la investigación con animales ocurre en un vacío institucional, porque el Estado no tiene ni la voluntad ni la capacidad de hacer cumplir la ley. Corpoamazonia dio el permiso de cazar monos nocturnos (y luego amplió la autorización a 4.000 ejemplares) sin recoger información básica sobre la población de esa especie, ni verificar si la Fidic satisfacía los demás requisitos legales. Además, el Ministerio del Ambiente llevaba 20 años sin definir el monto de las tasas que, por ley, deben pagar quienes explotan recursos naturales, como los científicos; por eso no se le hacían esos cobros a la Fidic. Al igual que en otros temas ambientales, cuando los jueces exigieron explicaciones, la lamentable respuesta de Corpoamazonia y el ministerio fue culparse uno al otro por la falta de control a la Fidic.
Por eso son injustas algunas críticas contra Patarroyo. Inculparlo por no haber pagado las tasas es como acusar a un ciudadano de evadir impuestos cuando el Estado no ha fijado su monto. Pero la Fidic no sólo se benefició de la laxitud de la ley de la selva, sino que contribuyó a ella. Entre otras faltas, el fallo comprobó que la composición de su comité de ética (que supervisa el trato a los animales) contraviene la ley, y que la Fidic se niega a explorar alternativas distintas a la caza, que podrían ser menos traumáticas para los animales.
Como la sentencia tiene que ver con hechos y soluciones prácticas, era de esperarse que la comunidad científica respondiera con propuestas fundadas en evidencia, que ayudaran a resolver el vacío informativo e institucional en este y otros casos. Infortunadamente, la reacción de un grupo vociferante de científicos fue un comunicado impreciso donde abundan los calificativos en mayúscula contra el mensajero (el Consejo de Estado), pero escasean las pruebas y las ideas sobre el problema de fondo. Tienen razón los científicos en defender sus preciosas investigaciones sobre enfermedades olvidadas; pero la mejor forma de hacerlo es exigiendo que el Estado aplique eficientemente la ley, no cerrando filas como gremio frente a las irregularidades que se presentan a diario.
En lugar de ver el fallo como una amenaza, los científicos y el Gobierno deberían verlo como una oportunidad: como un experimento de promover la ciencia sin infligir sufrimiento innecesario a los animales ni infringir la ley. Eso es lo que propone la sentencia al constituir un comité de verificación que debería llevar a la solución de las anomalías y la reapertura del centro donde Patarroyo hace sus valiosas pesquisas.
Harían bien todos en leer el fallo: los científicos, el Estado y los defensores de los animales. Se trata del primero que, sin impedir la investigación, dice con claridad que los animales tienen derechos. Y haría bien la Corte Constitucional en tenerlo en cuenta en su próxima sentencia sobre las normas que prohíben animales en los circos. Para que no sigamos en la ley de la selva.
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